martes, 30 de diciembre de 2008

Diafonía



"Transferencia indebida de energía de un circuito de transmisión perturbador a otro denominado perturbado". (Diccionario RAE).

Fotografia: Fabián San Miguel

lunes, 29 de diciembre de 2008

"Inspiración". Guillermo Fernández Liguori



Inspiración


Trato de encontrarte,
de amigarme,
pero sigues
bastante confusa,
como una noche
sin luces,
y mi pluma,
ansiosa
al deslizarse por las hojas,
por un camino indefinido,
se desvanece
y espera tu lucidez.

El azul de
mi pluma,
austero,
se transforma en
colores desafinados,
sin partituras
en tarimas desiertas.

Cómo hago
si continuas
furtiva,
sin comprender
mi sed de malabares,
de sacar de mi cuerpo,
cuerpo sin hojas,
el resplandor
de estas letras.

Autor: Guillermo Fernández Liguori. Talleres particulares de Fabián San Miguel.

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"Los cien puñales de un sauce hieren las aguas del río" - Lidia Guglielmotti


Los cien puñales de un sauce hieren las aguas del río

Zulema sufría de una larga enfermedad que tuvo en vilo a todos sus familiares. Varios médicos la trataron pero no la podían diagnosticar, por lo que recetaban variedad de medicinas y tratamientos que no hacían efecto; hasta hicieron una junta con varios colegas que en el ambiente se los consideraba como verdaderos genios; la vieron toda clase de especialistas, le hicieron los más variados análisis y estudios. Hasta consultaron a un brujo que, como todo brujo, confundió mucho más a sus familiares.
Ella guardó celosamente las propuestas del mismo; en contra de todos: Zulema le creía y lo admiraba; esperaba que se cumpliera lo augurado. Es más, era lo único que la ataba a la vida mientras a su alrededor veían que iba hacia la muerte.
Desesperados, a regañadientes, accedieron a que Zulema fuera donde, según lo sugerido por el brujo, encontraría sanación y la desaparición de todos sus males.
Por suerte para todos, los tíos seguían viviendo en Valle Hermoso. Tenían la seguridad de que la cuidarían celosamente y, por otra parte, sabían que la querían.
Como era de esperar, éstos aceptaron con agrado y, como gente del interior, creían que el sólo contacto con la naturaleza del lugar iba a lograr el milagro que esperaban, aunque a decir verdad no sabían de la gravedad de su salud deteriorada.
Fueron muchos loa meses en los cuales Zulema estaba sin fuerzas, desganada. La tristeza la invadía; había dejado de trabajar. Familiares y galenos estaba desesperados. Suponían que si tuviesen un diagnóstico encontrarían la terapia adecuada.
El no saber qué enfermedad tenía desesperó a todos, que permitirían este viaje sólo por complacerla, no porque creyeran en lo que había dicho el vidente sino porque era la última esperanza que tenían.
Así fue como la llevaron a Valle Hermoso y, cumpliendo sus deseos, ellos volvieron.
Pasaron varios días en los que no salía de la casa.
Seguía igual.
Hasta que dijo que iría sola hasta el arroyo y así lo hizo.
Al llegar se deleitó con el canto del agua cayendo entre las piedras; caminó hasta que encontró un sauce que hundía sus ramas en el arroyo; lo acarició por un largo rato, se sentó debajo de él, cerró los ojos y allí se quedó.
Sintió renacer su energía, sonrió y volvió a la casa.
Se había cumplido la promesa del brujo. El sauce hizo el milagro.

Autora: Lidia Guglielmotti – Centro Cultural Elías Castelnuovo.



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viernes, 26 de diciembre de 2008

"Coisas Nossas". Miguel Ángel Bustos


Coisas nossas

Você é brasilero
e sou argentino.
Você tem mar
eu tenho río.
Você tem morte
eu tenho morte
morte latina dormida ao sol.


Miguel Ángel Bustos – Visiones de los hijos del mal -
Poesía completa – Ediciones Argonauta – Bs. As., 2008.
¡¡¡Gracias Emiliano por esta edición!!!

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viernes, 19 de diciembre de 2008

"...y gracias por los servicios prestados". Daniel C. Montoya


… y gracias por los servicios prestados

Sin previo aviso, sin que los incunables revelaran en absoluto que ese día, sería el día, o que el firmamento lanzara señal cósmica inconfundible alguna, a las 03:10 AM, las macizas puertas de los aposentos papales se conmovieron por unos golpes. Malhumorado al no obedecer su veña de entrar, tras haberlo despertado, el propio Papa se levantó refunfuñando para atender el insistente llamado. Ni bien abrió, preparado para proferir severa reprimenda, quedó estupefacto ante quien molestaba a su puerta.
–Buenas noches, buen hombre –dijo afable la inesperada visita–. Sepa disculpar la molestia a estas horas, pero es un asunto de suma importancia y urgencia.
Consternado, la boca y los ojos del Papa se expandieron de asombro; su corazón no se detuvo ante tamaña sorpresa y susto, seguro porque quien lo observaba no lo deseaba así.
–Sí ya sé, no me diga nada, soy yo, no cabe duda, Jesucristo en persona –le indicó éste frente a la combinación de espanto, reverencia y sumisión que el Papa no se atrevía a definir.
–Pero por favor, evitemos los protocolos terrenales –continuó–. Nada de postraciones, me da vergüenza ajena que se arrastren en cruz detrás de mí, y odio que me baboseen el ruedo de la túnica besándomela. Le comento. Nuestro Padre Celestial, más mío que suyo, nuevamente me ha enviado para que solucione los problemas del hombre. Buena reprimenda pesqué por el fracaso de hace dos mil años, y eso que con lo de la Crucifixión me llevé la peor parte. Igual ustedes aquí abajo, con mi legado, no lo hicieron muy bien que digamos.
El Papa pasaba de un color papel en su rostro a un violeta intenso.
– ¡Dispongo que respires! –enunció imperativo Jesús, tronándole los dedos en las narices.
Y el pecho del Papa comenzó a hincharse y a contraerse con normalidad, siseándole el aire entre sus encías por la falta de sus postizos.
–Como le decía, finalmente Dios ha decidido tomar cartas en los asuntos de la Tierra. ¡Aplicar mano dura! ¡Terminar con el libre albedrío humano! Convendrá conmigo, que por más buenas ganas que le pusimos, las cosas no funcionaron.
El Papa, algo recuperado, intentó ensayar una respuesta que sólo alcanzó para un tartamudeo silaboso –pe, pe, pe, pero… –el pasmo y las dudas pontificias reverberaron así como un tableteo en la vastedad del recinto.
– ¡Nada de peros! ¡Es Dios el que lo dispone! –retrucó rápido Cristo–. Véalo como un mero giro político en busca de eficiencia y optimización de resultados –siguió argumentando–. La Iglesia del pueblo que dejé, la habéis elevado, con el Vaticano, al rango de Estado, alejándola del llano donde está la gente. Pues bien, tome esto como que a partir de hoy se produce una reestructuración que incluye recambio ideológico y reemplazo de funcionarios, como en cualquier gobierno de Estado. Necesito que para el mediodía, todas las autoridades eclesiásticas, desde el Papa para abajo, o sea cardenales, obispos, monseñores, sacerdotes y la totalidad de la escala jerárquica de las hermanas monjas presenten sus renuncias a sus cargos. Veinticuatro horas después deben desalojar el Vaticano; ¡todo el Vaticano y otras instalaciones cristianas en el mundo! San Pedro y el resto de los apóstoles, ángeles, santos y vírgenes que me hagan falta, ya vienen en camino para conformar un gabinete de emergencia y ocupar demás cargos menores, instalando así, el tan prometido Reino de los Cielos sobre la Tierra. Papá ha decidido por fin cumplir con lo prometido.
—¡Pero eso es imposible! –afirmó más recompuesto el Papa.
—¿Imposible?... ¡IMPOSIBLE ERA CREAR EL UNIVERSO, y aquí estamos! –fue la seca respuesta–. Necesito también un tasador que sepa valuar todas las reliquias y riquezas acumuladas aquí a precio justo de mercado. Tanta fastuosidad, al nuevo reino de Dios no le sirve de nada. ¿Conoce alguno de honestidad proba? Y por último, por favor, no piense que esto es algo personal. Los caminos del Señor, para hacer su grandiosa voluntad, suelen ser misteriosos e insondables… ¡ah!, y gracias por los servicios prestados…

Autor: Daniel C. Montoya. Centro Cultural Aníbal Troilo

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jueves, 11 de diciembre de 2008

(H)Acercándonos a Buenos Aires


Fotografía: Fabián San Miguel

"Ese granjero". Gabriel Bonetto


Ese granjero


“…sólo deseo que la luz se haga,

y lo imploro en nombre de la humanidad,

que ha sufrido tanto y que tiene derecho

a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más

que un grito del alma.”
Emile Zola



Con movimientos lentos prepara su pequeño disfraz, una metamorfosis que lo camuflará de los peligros de la ciudad. Ahora es un jubilado desgarbado que intenta pasar desapercibido. Tiene un pulóver gastado y una camisa marrón, y adorna su cabeza con un sombrero de paja, parecido al de un granjero. Hace algunos meses había adoptado otro nombre. Un documento prolijamente trabajado lo registraba con la misma identidad que usó para la investigación de una masacre dos décadas antes.
“…me llamaré Francisco Freyre, tendré una cedula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, llevaré conmigo un revolver y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente”.
Cada vez que asoma su mirada hacia el espejo descubre un rostro gastado, abatido. Los últimos meses fueron los más tristes de su vida. En el rincón del baño recuerda algo que había escrito tiempo atrás en una serie de memorias que estaba preparando.
"Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año".

Está viviendo en San Vicente, un pueblo tranquilo, de campo, de esos en los que se respira paz y tranquilidad. Se resistió mudarse de aquella casita junto al río Carapachay, pero le habían dado vuelta todo su lugar en el Tigre y tuvo que cambiar de morada. Rápidamente entendió que se venía el peor momento en la historia de la Argentina. En la primavera del año anterior vivió esa lucidez profética transformada en pesadilla; su hija Vicky murió en un enfrentamiento, se disparó antes que la capturaran.

“…recuerdo esa ultima frase de ella, en realidad no me deja dormir –Ustedes no me matan dijo en voz alta pero muy tranquila- nosotros elegimos morir”.

El verano de 1977 fue dolorosamente intenso para él, extrañaba a su hija, también al poeta que era su entrañable amigo

Iban Paco, Lucía con la nena y una compañera. Finalmente el Paco frenó, buscó algo en su ropa y dijo: -Disparen ustedes. Luego agregó - Me tomé la pastilla y ya me siento mal”.

Llega la mudanza. La casa de San Vicente le da algo de sosiego, tiene mucho verde y un cielo para respirar un aire menos contaminado. Es un lugar sencillo, con un jardín que él y Lilia, su compañera, cuidan con esmero. Allí habitan limoneros, plantas de lechuga, tomates y algunas hortalizas. También tienen una improvisada parrilla que están limpiando para recibir en una semana a su hija Patricia y a sus dos pequeños nietos.
Su práctica diaria es sencilla: un vaso de un buen whisky en el escritorio y la Olympia portátil para abstraerse definitivamente en el trabajo. De esta forma corrige sus últimos cuentos y comienza a desarrollar lo que serán las memorias sobre su relación con la política y la literatura. Luego coloca un tablero de ajedrez en la mesa e imita las jugadas de un libro con partidas de grandes campeones. A la medianoche, cuando finaliza la tarea, disfruta de las estrellas junto a Lilia. Con dedicación, apoya la mano sobre su hombro y le enseña las constelaciones con todos los detalles. Sabe de algunas por novelas que ha leído, y otras las inventa con nombres inverosímiles que hacen reír a su compañera. Conversan, se cuentan los rutinarios y convulsionados días que viven. Ambos se ayudan, son los compañeros fieles que se juntan para resistir el desaliento y la muerte.
Con mucha paciencia corrige sus escritos, con dosis de insistencia bien planeada, sin olvidar, además, su labor en la agencia clandestina y las reuniones de militancia, la misma que le había robado ese preciado tiempo de literatura que ahora tanto añora. Aquel verano había vuelto también al trabajo de investigación, ahora con un manifiesto sobre la resistencia a la feroz dictadura, una carta abierta que denuncia el terror y alivia su abatimiento. Había elegido distribuirla cuando se cumpliera el aniversario del golpe.
“…sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles."

Toma su portafolio gris y llama a Lilia. Le avisa que se apure por que van a perder el tren a Constitución. Hace calor y en los andenes la temperatura parece elevarse aún más. Cuando llegan le da un beso para despedirla. Se abrazan fuerte algunos minutos pero no se dicen nada. Antes de la despedida, su compañera le encomienda que a la noche no olvide de regar el almácigo de lechuga que habían plantado un mes atrás. Sonríen. Se desean suerte. Cada uno sigue su camino, los dos tienen cinco cartas para repartir. El quiere entregar una, en forma personal, a una compañera de militancia. Las demás serán depositadas en tres o cuatro buzones de la zona.
Había pasado ya la una del mediodía y ahora es Francisco Freyre quien cruza la calle Brasil. Llega a la esquina de San Juan y Sarandí y lo espera una mujer alta con anteojos que tiene un diario bajo el brazo. No se saludan. Freyre entrega una carpeta sin detener su marcha por la avenida. Su idea es tener otra entrevista a las tres de la tarde. Todavía le falta una hora para el próximo encuentro.
En la búsqueda de un teléfono público marcha hacia la esquina y escucha el ruido imponente de los frenos de un auto. Tres personas lo estuvieron observando un largo rato y en un principio no lo habían reconocido. Salen del coche y empiezan a correr para detenerlo. Freyre no duda. Todos los perseguidos saben que en algún momento estarán en esta situación: la cercanía de la muerte que tanto presagiaban. Las imágenes comienzan a sucederse velozmente en su mente; se entremezclan el angelical rostro de Vicky, que reía sin parar mientras gatillaba una ametralladora antes de morir, con el irracional temperamento de Paco, su amigo que cambió sus poemas por unas pastillas de cianuro.
Los pensamientos de Freyre se detienen abruptamente. Sin dudar un segundo manotea su pequeña pistola, la misma que siempre guardaba en el pantalón y que Lilia le regaló algunos años antes para su seguridad. Intenta correr por entre los coches estacionados y dispara dos veces hiriendo a uno de sus perseguidores. El momento de recuerdos lo hizo inmune fugazmente. Aquellas figuras del drama volvieron obsesivas, perturbadoras.
“Había salido el sol sobre el tétrico escenario del fusilamiento. Los cadáveres estaban dispersos en las inmediaciones de la ruta. Algunos habían caído en una zanja, y la sangre parecía convertirla en un alucinante río…”

Ahora el descampado de José León Suárez es una calle céntrica repleta de ruidos y aquellos fusilados se transforman en una sola persona.
La respuesta enemiga no tarda. Un grupo de la Marina lo encierra con unas ráfagas de disparos. El cuerpo desaparece de la escena con una rapidez asombrosa. Ningún testigo reconoce a Francisco Freyre. Apenas un sobreviviente llegó a ver, tiempo después, el cuerpo en una camilla en la ESMA. Estaba irreconocible. Un sombrero, parecido al de un granjero, quedó en la vereda apenas algunos minutos. Nunca se supo de él.

Autor: Gabriel Bonetto. Talleres privados de Fabián San Miguel.

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Lo...


Lo demás es silencio...
Fotografía: Fabián San Miguel

"Gordo". Jorge Freiria (Primer premio del concurso de narrativa breve del C. C. Julio Cortázar - año 2006)


Gordo


Cómo te extraño, Gordo. Cómo me hubiera gustado conocerte. De memoria me sé todo lo que escribiste sobre fútbol. Te lo juro, me escribías a mí.
No podía ser, vos me conocías, en algún lado vivimos la misma vida. Me llenabas de alegría, para mí eras Hemingway, aunque le hayas dedicado a Chandler el triste, solitario y final; que es como yo me encuentro hoy.
Son cosas que ahora me afectan, el final, la tristeza, la soledad.
Creo que también por eso me gusta el fútbol, permite sentir que tenés amigos, muchos.
Yo que trabajo en este diario pueblerino como “encargado” de clasificados y obituarios. ¿Si me hubiera gustado hacer Deportes? No sé si me daba el pinel, Gordo. De cualquier manera, el pasquín no tiene.
Mi trabajo aquí no es estar sentado en un escritorio, atender el teléfono, ¡no!; tenés que “hacer la calle”, patearla, para conseguir los avisos. En esos días fríos, de viento, que terminan sí o sí en una lluvia que te cala hasta las... esperanzas.
Yo, que ocupo esa pieza de pensión sin ventana, al lado de la estación de un tren que ya no pasa, que compro sexo esporádico y mato el hambre en un bodegón donde la humedad es dueña y la mugre impera, siento que no zafo más, vejez y soledad me vencen. Y me vienen las ganas de ir a conocerte, de estar ahí con vos, donde sea que estés, porque en algún lado has de estar, y en una de esas armar un arco con una pilcha, jugar un picado... a ver si salgo de este estado donde solo hay tristeza y nada me importa.
¿Por qué nos gustará tanto el fútbol? Hay gente que no lo siente o no lo entiende. Por ahí es cierto... habrá que tener experiencia de potrero para que te guste, poder gozar con las jugadas, quizás es algo que se mama de purrete. Pero no se puede negar que el fútbol nos da felicidad y nos hace ser muchos. Aunque a veces sea pelea, nos hace ser familia. Mirá los mundiales, esas borracheras de hermandad que nos damos.
Y también ayuda a ser pibe toda la vida. Lo que viste o hiciste jugando no te abandona nunca, no se pierde en el olvido ni te duele, como pasa con las cosas que fueron. ¡No!, te ayuda a sentirte bien. Se mezclan los nombres de los cracks de antes y los de hoy y no sabés de cuándo eran unos y de dónde otros. Y vos con ellos, con todos.
De esa manera puedo eludir a ese viejo de... que, apenas me levanto, me persigue desde el espejo del baño.
Qué tiempos felices los nuestros, Gordo. Creo que a los jugadores de aquellos años si les hablabas de concentración, pensaban en una marcha obrera. El domingo, los fideos y a la cancha.
Épocas de dos puntos el partido, el “atento Fioravanti”, los wines y el centrojá, ¡los picados de potrero, donde tantas veces te entreverabas, demorando mandados de la vieja!
Hablar con vos me entusiasma. Yo era fullback, no tenía gran habilidad para la gambeta. ¿Goles?, por ahí algún penal si me lo hubieran dejado patear, digamos nunca si no fuera por aquel, el único, el de la Rosaura.
Habíamos formado equipo porque en el pueblo no teníamos mucho más para hacer. Algunos, los que contaban con camiseta la tenían hecha un trapito, ajustadas por estirones o engordes y desteñidas por lavados y esos eran los afortunados, los otros nos la rebuscábamos con alguna ropa parecida, como el Colo, que jugaba con el saco del piyama de la hermana.
De botines, ni hablemos. Sólo los conocí en las revistas de la peluquería
Te quiero contar esa vez que fuimos a jugarle a los del pueblo vecino; festejaban el día del patrono. Nosotros ni eso teníamos. Cuando aparecimos ya había empezado la cosa; zafamos de la misa por la tardanza, no había quien nos llevara. Me acuerdo que íbamos el Picao, Abrojo, el Rusito, Pantaleón, los mellizos, el Colo y otros, tengo las caras, los nombres se perdieron.
También se fueron, ¿dónde andarán?
La memoria flaquea y tal vez confunde acontecimientos olvidados.
Cuando llegamos en el playo del viejo del Panta, nos tuvimos que comer la procesión con olor a incienso y el acto, en la Plaza. Hubieras visto, los dos o tres policías de uniforme limpio, la banda, el cura y el intendente con sus discursos, los chicos de la escuela, duritos, las maestras, el director y la gente, de bombacha y boina.
Después, la factura con mate cocido y el partido.
El club, un boliche de borrachos, al costado de una calle de tierra entre la Cañada y el río. Se solventaba con el juego y la prostitución que se ejercían puertas adentro.
La canchita estaba llena.
No sólo les era impensable perder en su casa, sino siquiera que les hicieran un gol. Por eso nos hicieron ir, éramos los presos del pueblo chico. Quizás por estar convencidos que su destino era ganar de golpe, siempre daban golpes, eso sí, con lealtad y fervor, aunque mucho más de lo último que lo primero. O ganaban por paliza o te comías la paliza.
Pesados chacareros de pantalones cortos, ni nos miraban, lo daban como un trámite, sólo les interesaba el baile que venía después, en el corralón adornado de banderitas al lado del club. Era un baile antes del otro.
No sé qué les pasó ese día, pifiaron goles que ni a propósito, hicieron cosas que no se olvidan. El delantero, el del olfato para el gol, tendría la nariz tapada.
Nosotros, a pesar de todo, salimos a jugar con ganas.
Mirá, se me vuelve a hinchar el pecho al acordarme. Abrojo empezó bien en el medio hasta que desapareció, detrás de una chinita. Siempre se prendía, por eso lo de Abrojo.
Subí para un corner a ver si podía picotear algo, resignado al ir a la parrilla del área, donde sólo encontraba leña.
Como siempre, además de patadas, codazos, piñas y puteadas, no pasó nada, la pelota se fue afuera. El Picao e´viruela la desvió por atrás del arco, un corner olímpico pero con el pie torcido.
Y ahí fue. Creo que me demoré al retroceder, buscando ver a la Rosaura. En el saque, el arquero sale mal, tropezando, y es como que me la tira a mí, la encuentro a mis pies.
Me mandé, Gordo.
Algo atrás, el Picao me acompañaba. Me olvidé de los pesados y me jugué; por una vez en la vida saboreé la gloria.
No sé qué pasó, si ese día Dios quiso darme una muestra de que existía, la cosa es que la llevaba atada. Me encara el defensor, que en vez de chacarero sería domador, tan chueco que por las piernas le pasaban dos gallos de riña peleando, grandote y negro como el diablo que cuenta el cura.
Lo único que le faltaba era la capa, todo lo demás lo tenía, hasta el olor a azufre. El tipo se comió un amague y el pase atrás y Picao que llegó a tiempo, todo roto como estaba por los golpes, toca y me la devuelve.
Una charla entre ráfagas, se mandaba después la parte en el boliche.
Lucifer, de nuevo delante mío. Lo enfrento. Aparatoso, se me tira a los pies, para quebrarme, seguro de salvar así el honor.
Alcanzo a tocarla con la zurda, cortita, para que desfile por ese arco de triunfo que se abría debajo de sus caderas y le fue pasando despacito por la comba, como un manantial apacible que escapa entre las piedras.
Un salto me salva de los tapones, que araron la cancha.
Estaba inspirado, Gordo. Frente a los palos un quiebre de cintura, el arquero se desparrama y la mando, fuerte, con los tres dedos. Como no había red, creo que se fue al cañaveral.
Era la única pelota, hubo que irla a buscar porque si no, no seguía el partido. Fue la fiesta, si hasta volvió el Abrojo.
La gente nuestra quería quedarse a vivir en la canchita.
Te cuento esto y me vienen recuerdos de la Rosaura, hay días que la tengo olvidada. Cortito me tenía, siempre dura y esquiva. Pero ese día, por el milagro ocurrido en los pozos de la cancha, germinó la magia y estuvo a mi lado. Como está, porque de alguna manera no se ha ido, como lo hizo en la vida de todos los días, ¿quién se iba a imaginar que me ganara de apuro? Cuando pienso eso, no puedo dejar de preguntarme ¿qué apuro tenía?
Después de ese gol, lo estarás imaginando, empezaron a apretar con todo, a mansalva. No dejaron foul sin hacer. Estaban que trinaban, si ese era el partido contra los presos.
Todavía tengo el hueco en la boca dejado por los dientes que volaron por el patadón que me comí. Pero el gol se los hice.
Al final nos ganaron, es cierto, contra todo no pudimos.
El referí, un policía ya borracho, concedió un penal que Panta todavía está buscando por dónde entró. Más tarde, un bombazo que nunca supimos quién lo pateó, si no fue el mismo vigilante, astilló el palo izquierdo del lado de adentro
Tuvimos un pelotazo cruzado del Abrojo, que le hizo lamer la tierra al arquero y provocó toda clase de desmayos. Pero ya estaba todo dicho, la historia no tendría más sobresaltos.
Y en su rancho, la Rosaura aceptó que pasáramos la noche juntos, la primera, una dulzura de amor y algún dolor cuando, apasionada, me besaba la trompa.
Te das cuenta, Gordo, que sin habernos visto nunca éramos amigos.
No puedo decir que vos también me dejaste solo, porque cuando te fuiste, yo ya estaba solo.
Disculpame este atrevimiento. Hoy vi tu foto en un diario y la pegué acá, al lado de la cama y después no pude dejar de hablarte. Ves que es verdad lo que digo, cómo el fútbol permite hablar, si no, qué te iba a poder decir yo a vos.
Las noches en este hospital son todavía más solitarias que mi vida cuando perdí a la Rosaura. Y siento que también me voy yo, que para mí termina el partido, la vida me saca la roja. No se aguanta tanta soledad.
Te pediría que me incluyas en tu equipo, que seguro que armaste uno, hermano, porque aquí no tengo más ganas de seguir jugando. Me tienen que operar, “pie diabético” dijo el doctor. Y que espera que tengamos suerte, agregó no muy convencido. Es el zurdo, Gordo, con el que hice aquel gol de los tres dedos.
El mundo se nubla y oscurece, se viene el viento y el frío. Quiero consolarme diciendo que todavía no llueve, pero ni yo me la creo.

Autor: Jorge Eduardo Freiria.
Taller literario del Centro Cultural Aníbal Troilo (G. C. B. A.).
Cuento ganador del concurso narrativa breve del C. C. Julio Cortázar - 2006

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lunes, 8 de diciembre de 2008

Laboratorio central


Laboratorio Central


Cuando me encuentre en un parque de Rusia
con mi primer extraterrestre
seguramente tendré un poco de miedo de su figura
humana diferente
como al poema que empieza a hablarme
después de una mala noche,
como el mudo a quien le han devuelto la palabra,
y seguramente trataré de explicarle que nuestra cabeza es
también un laboratorio central donde se produce una reacción
en cadena de fenómenos eléctricos y fenómenos

químicos
que algunos alimentan con alucinógenos con alcoholes
(yo más modesto recurro al fatal cigarrillo de la vida)
con levitaciones de una sola vuelta
por el inconciente estructurado como un lenguaje,
y que es allí en esa pequeña zona donde se producen
todas las
tormentas y las fiestas del texto,
esta memoria que sueña con las palabras
del insomnio, pero seguramente él huirá
entre los árboles hacia su nave madre,
dejándome otra vez solitario
en mi escritorio, sobre estos papeles.

Habremos ganado esa batalla antes de comenzar
a navegar por el silencio.


Alfredo Veiravé – Entre Ríos 1928 – Chaco 1991.
De Laboratorio Central - Ediciones de Dock – Bs. As., 2001.

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