viernes, 19 de marzo de 2010

"Aullidos" - Daniel C. Montoya


Aullidos

De repente los perros se unieron en un canto gregoriano de aullidos.
Sólo en las ciudades y pueblos se percibía el fenómeno en su magnitud de centenares de miles de canes agrupados en un llanto coral. No había rincón poblado donde no penetrara esa desafinada trova de angustia que laceraba almas.
La manifestación, sin embargo, se expandía más allá. El asombro y la incredulidad se imponían por lo unísono que alcanzaban cientos de millones de viejos, adultos y cachorros diseminados por los diferentes hábitats del planeta. En los desiertos, los lobos y coyotes sumaron un polifónico y penetrante cántico de soledad; las primas-hermanas, las hienas de África, aportaron una continua entonación burlesca que ocultaba un dolor no físico; en los polos, los lobos del frío horadaron los silentes hielos con enclavados sollozos que competían con la furiosa y cruda saturación de los vientos.
No había raza que los diferenciara en su quejido.
Los perros empezaron a aullar, y ya nunca se detuvieron. Paraban para comer y beber aguar, sí; pero luego retomaban con nuevos bríos ese lastimoso gemido agudo y grupal, insoportable, injustificado.
Incontables perros domésticos fueron retados igual que niños que se portan mal; incluso golpeados ante su persistencia y tozudez. Los dueños que amaban a sus mascotas multiplicaron las consultas veterinarias hasta saturar los servicios; los desamorados, los expulsaron a las calles, o los mataban sin remordimientos. Los vecindarios entonces se vieron invadidos por miles de perros, ahora sin hogar, con sus hocicos al cielo en un desconsuelo de aullidos.
El desconcierto, y luego el temor, se instalaron.
En treinta horas el fenómeno pasó de ser noticia nacional de cada país, a convertirse en centro único y exclusivo de atención de la prensa mundial, que desestimó guerras menores, atentados, accidentes y cataclismos; la política y la economía cedieron su espacio para que los especialistas opinaran.
Los gobiernos y organismos multilaterales se involucraron. Las dependencias abocadas a salud, medio ambiente, fauna y zoología de Naciones Unidas, así como institutos y centros de estudios nacionales y privados coincidieron en recomendar el confinamiento para estudiar la extraña conducta.
En zonas alejadas de los países desarrollados, se construyeron con rapidez, gigantescas perreras de cientos de hectáreas, a modo de campos de concentración –que recordaban otras épocas y propósitos–, para albergar a los cientos de miles de perros capturados. Los asentamientos se reconocían a decenas de kilómetros, incluso de noche a cientos de kilómetros, tras el aglutinar de aullidos incesantes, como si un atormentado órgano vivo interpretara una destemplada obra sacra.
En los países menos avanzados, se decidió sacrificarlos en masa ante temores místicos, o que una enfermedad contagiosa surgiera de esa conducta anómala.
En ambos casos, el procedimiento no presentó inconvenientes. Los caninos eran ubicados con facilidad por sus ululantes gemidos al aire; ninguno intentaba escapar o resistirse; tan solo esperaban con ojos inundados en la desazón, mientras aullaban, a que los tomaran y los cargaran en improvisados camiones jaula, o les apuntaran para recibir una gruesa munición de fúsil. A los perros muertos se les realizó la autopsia que buscó revelar el misterio. Nada se encontró…

Nueve días después que comenzaran los aullidos, el virus atacó.
Un irreconocible agente viral, propagado por el aire, encontró su blanco en los humanos. El cultivo, una vez alojado, mutaba en pocos minutos a una bacteria invasiva y resistente a todo. El ADN humano era su alimento, convertida en una enfermedad vertiginosa y letal: fiebre, tos, dolores abdominales y vómitos hasta morir en menos de dos horas. A los más débiles los mataba en menos de una hora.
La incertidumbre ante la falta de respuesta médica generó desesperación; todo era inútil, y se terminó improvisando medidas ineficientes. Luego se instaló el pánico.
En menos de dos semanas, la especie humana como forma de vida, desapareció.
Los perros redoblaron su luctuoso lamento al percibir que su inexplicable vaticinio, oculto en su más inexplicable instinto, se cumplía. El sollozo de despedida había alcanzado su razón.
Pero con los días, recuperaron el libre albedrío de su genética salvaje. Y ante la falta de alimento provisto, pronto se vieron seducidos por el fuerte olor dulzón de la carne abombada de miles de millones de cadáveres; y el silencio, donde hasta el viento se acalla para tan solo susurrar entre montañas, selvas, valles y rascacielos, se impuso.

Ocho meses después, la naturaleza había cumplido con sus ciclos de degradación y reciclaje; no había infecciones o pestilencia; de esto solo quedaba un fárrago de esqueletos lustrosos de los miles de millones de cadáveres.
Fue entonces cuando un desconocido pero descomunal objeto se acercó a la órbita terrestre; de él se desprendieron objetos menores que penetraron en la atmósfera recorriendo la misma ruta deshabitada de la Cordillera de los Andes, donde liberaran el virus. La operación LIMPIEZA había concluido. Ahora comenzaba el operativo OCUPACIÓN.
Los perros observaron curiosos como las mudas ciudades empezaban a ser recorridas por inusuales seres semejantes a los humanos, pero nunca iguales.
Y fue el instinto de territorio, y esa vieja fidelidad a su mejor amigo, lo que los impulsó, en jauría y sin piedad, a atacar al invasor…

Autor: Daniel C. Montoya - Talleres particulares de Fabián San Miguel.

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martes, 2 de marzo de 2010

"Brian Eno - Discreet Music" - Estefanía Giandinoto


Brian Eno – Discreet Music


Cuentan que Brian Eno estaba en cama cuando concibió el género Ambient. Su equipo de música tenía un sólo parlante funcionando. Las ventanas estaban completamente abiertas y el sonido de la calle se fundía con la música. Así fue como el genio combalesciente mentó un estilo de música creado para ensamblarse con las onomatopeyas de la vida diaria. Algo similar a lo que pasaba a mi alrededor frente al mostrador de Compakta la primera vez que escuché Discreet Music.

Rozando los dieciocho era una melómana experimentada y coleccionaba compulsivamente discos, biografías y merchandising de mis bandas preferidas. Me escapaba los sábados a la Galería Jardín a comprar los últimos lanzamientos con la jubilación entera de mi abuela, que ya era víctima de una senilidad galopante y premiaba a sus nietos con todos sus ingresos.

Si me quedaba por el barrio pasaba por Compakta, la disquería atendida por sus dueños que abastecía de importados, rarezas y ediciones especiales a todo Palermo. Era un local de la vieja escuela, donde uno podía preguntar por una banda y del otro lado del mostrador siempre había una respuesta complaciente y certera.

Tenían algunos empleados jóvenes que sabían bastante, se prestaban al asesoramiento y te invitaban a escuchar discos enteros conversando y revisando booklets. A mí siempre me atendía el chico hardcore con la remera de Faith No More. Quizás no tenía un gusto tan variado como el mío, pero le ponía buena voluntad a mis pedidos que no tenían demasiados puntos en común con el punk ni el skate rock que profesaba el rubiecito. Lo más probable es que él haya sido responsable de mis primeras ediciones de electrónica, incluyendo a los Chemical Brothers, Aphex Twin, Autreche y Future Sound of London.

El elenco de Compakta se completaba con los clientes. En general eran todos hombres y bastante mayores que yo (de treinta en adelante), y ya habían entrado en el Período Virtuoso. Esta es la etapa que arranca cuando uno roza la madurez musical y deja lo primitivo del rock para FMs, en busca de géneros más comprometidos como el free jazz y el rock sinfónico. Éste período también incluye un afán por el acopio de discografía de trovadores clásicos como Dylan, Johnny Cash, Nick Drake y Leonard Cohen. Estos adolescentes tardíos irrumpían pasado el horario de oficina a comprar los artículos más caros del local. Hacían los pedidos más exóticos y encargaban boxes especiales e imposibles de conseguir como “Crosby, Stills & Nash en vivo - Tokio 1971”. Eran los hombres con los que esperaba casarme unos 10 años después.

Eno entró a mi vida en esa disquería. Todavía no entiendo cómo el rubiecito eligió Discreet Music, un disco donde básicamente no pasa nada. En la vasta discografía del inglés, ésta es una sus obras más intrascendentes, comparada con Another Green World o Music for Films. Para este disco, el gran virtuoso de la experimentación había elegido el Canon 4 de Johann Pachelbel y lo había sometido a distintas modificaciones de pitch, tempo y hasta lo que serían los inicios de la técnica del mashup. El disco contaba con 3 tracks larguísimos e incidentales, ideales para ambientar una sesión de sexo tántrico, sumergirse en el Mar Muerto o dar a luz a un niño albino en la cima del Himalaya.

Pero yo escuchaba por primera vez a Eno en el hall de Compakta, lo cual era bastante incómodo por que el disco era Ambient en estado puro y se filtraba con la charla de otros clientes y el timbre de la puerta. Parada en medio del bullicio disquero, trataba de recortar lo sutil de estos sonidos de los pedidos de importados, el ring alienante del teléfono y el motor del aire acondicionado.

A pesar de las dificultades técnicas me fui a casa con un ejemplar del disco, quizás de pura snob. Seguramente el lunes le contaría a mis amigos que ese fin de semana y con tan sólo dieciocho años, había entrado en mi Etapa Virtuosa, superando con creces a todos esos grandulones que todavía deliraban con AC/DC a los treinta y pico. Finalmente el mundo sabría que no era una aficionada amateur.

En la calma de mi cuarto fue todo distinto. Con las manos recién lavadas, ubiqué el cd en la bandeja del minicomponente y apreté el preciado botón de Play. Con los primeros segundos de escucha ya estaba revisando el packaging del disco con cuidado de no doblar ni pegotear nada. Me esperaba una hora de Discreet Music; sonidos creados por Eno, para mezclar con los míos.


Autora: Estefanía Giandinoto - Talleres particulares de Fabián San Miguel
www.to-fu.com.ar

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