jueves, 2 de abril de 2009

"El reincidente" - Ruben Operti

El reincidente

Su esposa dijo “Gracias” con el tono suave que la caracterizara toda la vida. Otra vez había abandonado temprano la ronda de mate anticipándose a una desagradable sensación de acidez. Miró a su marido, logró advertir el rostro pensativo, las pupilas dilatadas y ese brillo tan particular en una mirada lejana, perdida. El gesto no le era extraño, miles de veces tuvo que soportarlo. Sabía inútil cualquier intento de diálogo. En silencio tomó el repasador que dormía en sus faldas y se puso de pie. Cruzó el jardín y su figura se desvaneció detrás de las cortinas plásticas que colgaban sobre la puerta de la casa. Ató el delantal a su cintura para comenzar con los quehaceres diarios que jamás se había permitido descuidar. Para ella, mantener una casa limpia y ordenada ha constituido siempre una obligación insoslayable.
Mientras tanto Anselmo, su marido, se había quedado sentado en el patio. Disfrutaba en soledad de los últimos sorbos de un mate apenas húmedo. Se regocijó una y otra vez con el sonido tan particular que provoca el aire al colarse por el interior de la bombilla. Su mirada de ausencia lo delataba. Imaginariamente había cruzado la calle polvorienta y se había instalado en el baldío de enfrente. Esos terrenos corresponden al ferrocarril y desde hace tiempo dan forma a una cancha de fútbol de dimensiones más que dignas. Como sabe ocurrir en todos los barrios, la cancha respeta el común de las características. Las líneas que delimitaban las áreas apenas se notaban. El pasto del centro era sólo una promesa. Los arcos, ahora de caños bien soldados y pintados de blanco, habían estado formados durante mucho tiempo por tirantes de madera. Recto a su vista se levantaba el arco que da al sur, llamado “arco de los milagros”. El nombre lo ganó por ser el protagonista de verdaderas hazañas de los equipos que hacían allí de locales. Se recordó joven. Vestido con la camiseta celeste y defendiendo con uñas y dientes el “honor” del barrio. Cargado en hombros más de una vez festejaba golazos increíbles que definían los partidos más peleados. Era el preciso artillero a la hora de clavar un tiro libre en el ángulo. Ovacionado, aplaudido, premiado, luego recordado y tiempo después, olvidado. Con un mueca amortiguó la estampida de una lágrima. Agachó la cabeza y se prometió pensar en otra cosa. Volvió a invadirlo un pensamiento recurrente. La idea de dedicarle, esta vez sí, mucho más tiempo a su familia, ahora formada únicamente por Amelia. Sintió una gran angustia al pensar que su hijo había nacido y crecido casi sin padre. Ahora estaba lejos, y una o dos veces al año no eran suficiente tiempo para estar con él. Consideraba que debía dedicar más tiempo a su mujer, tantas veces postergada injustamente. Tantas veces dejada de lado por los partido, reuniones en el bar, o el trabajo tiempo extra en la fábrica. Se sintió injusto y a la vez cruel.
Ayudándose con los brazos y sin soltar el termo ni el mate se inclinó hacia delante intentando reprimir un dolor punzante en las articulaciones gastadas. Con un mayor esfuerzo que el necesario en otros tiempos logró separarse del sillón de hierro. Arrastró las alpargatas acariciando las lajas del camino. Hizo a un lado las cientos de cortinitas plásticas con el codo para que ninguna pudiera arrebatarle la bombilla y derramara la yerba en el piso recién lustrado. Luego de apoyar el mate y el termo sobre la mesada se dirigió a la mesa del comedor. Apoyó los brazos sobre el respaldo de la silla que daba a la cabecera y miró hacia la habitación donde Amalia preparaba el monedero con algunas chirolas para hacer las compras del día. Con pasos lentos se fue adentrando y luego se detuvo para mirarla. Ella permanecía en el mismo lugar. Acercó su mano temblorosa para acariciarla. Pensó en él y en ella. En los años que habían estado compartiendo el mismo techo, la misma pieza, pero separados. Casi sin darse cuenta se sentía invadido por una sensación muy agradable, como quien se reencuentra con lo más querido, pero a la vez, con la culpa de haberla dejado a un lado tanto tiempo. De repente tuvo una idea, como una especie de desafío.
Sintió un poco de pudor, porque si bien es cierto que nunca había prestado demasiada atención a los comentarios que algún vecino podía llegar a hacer, esta vez se detuvo a pensar acerca del “qué dirán”. Pronto le restó importancia y decidió que debía hacerlo. La tomó entre los brazos con un gesto tierno. Aprovechó la oportunidad para filtrar alguna caricia más. La alzó con su brazo izquierdo, como lo había hecho hace tantos años. Juntos cruzaron el comedor. Corrió las cortinas de la entrada para que ninguna se atreviera a rozarla ni siquiera con el aire. Siguieron juntos el camino de lajas hasta el portón, y luego de varios piques contra la calle polvorienta, atravesaron los tres hilos de alambre.

Autor: Ruben Operti. Centro Cultural Elías Castelnuovo.

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4 comentarios:

A las 3 de abril de 2009, 19:31 , Blogger ... La Morocha ha dicho...

cuánta ternura. terrible y encantador.

 
A las 4 de abril de 2009, 11:39 , Blogger Unknown ha dicho...

Me gustó mucho tu cuento.Sensible y sencillo, con buenas descripciones.
Ángela

 
A las 5 de abril de 2009, 1:41 , Blogger ... ha dicho...

Hola...yo soy Karina Frias...una alumna del taller literario q acaba de empezar en el Centro Cultural Belgran R.
Pasaba por aqui para leer un poco de lo publicado, q a proposito es muy interesante, y depaso dejarle mi blog, en el q simplemente me explayo a mi manera; no se si considerarme escritora por ahora, porq para mi lo q escribo no es bueno, pero es lo q siento, y creo q eso es importante.
Muchas gracias por ofrecernos su aprendizaje.
Saludos. Nos vemos el martes.


Karina

 
A las 8 de abril de 2009, 2:35 , Blogger ... ha dicho...

mi mail:

i30sec.tomars_killkar@hotmail.com


aqui esta.

 

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