El avión llegó a Buenos Aires en una lluviosa tarde de enero. El calor húmedo lo recibió de golpe, entrando en sus pulmones, llenando todo de esa pringosidad cálida que solo hay en esta ciudad a esta altura del año. Eso era algo que Laureano ya había olvidado. Se sentía un poco idiota con tanta ropa entre sus manos, la campera verde, el pulóver y la camisa le molestaban. Sorteó algunos remiseros que buscaban llevarlo a su casa por el doble de lo que correspondía. Cruzó todo lo rápido que pudo hasta la salida y la parada de taxis. Se apuró a tomar un taxi hasta Palermo. Hasta la casa de la abuela. El taxista empezó a hablarle del partido que San Lorenzo jugaba ese fin de semana con Independiente. Laureano lo escuchaba sin prestar atención, su mirada estaba perdida en la ciudad, en cada una de las calles, revisando cada cambio. La lluvia incesante le dificultaba la tarea. Las piezas no encajaban en su cabeza. Todo estaba decaído, diez años habían sido suficientes para mostrar el resultado de lo que se estaba gestando cuando él se fue. La sangría la pagaría el pueblo, la fiesta del peronismo reconvertido por el filtro de la SRA había terminado de desangrar lo que quedaba del granero del mundo. Ahora había batallones de personas recorriendo la calle con carros tirados a mano, revolviendo la basura. Viendo esto no pudo evitar ese pensamiento recurrente. Laureano nunca entendió por qué la generación de su viejo no hizo más por pelear por las cosas. Por qué se quedaron en la puerta de algo grande. Por qué se guardaron y permitieron que la salud sea un cartel pidiendo silencio en el obelisco. Nunca pudo entender por qué el pueblo fue el cómplice del tobogán que los llevo hasta donde estaban. Nunca lo comprendió, pero él tampoco estaba dispuesto a luchar. Ni él ni su generación, que prefirieron vivir de los trabajos de segunda del primer mundo. A menudo pensaba sobre esto en España, pero su nivel de acción siempre llegó hasta ahí. Pensar las cosas era suficiente desafío a fines del siglo. No había nacido para aventurero, la sangre de los aventureros llegó hasta el abuelo Miguel, hasta ese funcionario de peluca que una noche había matado alguien de un disparo en una reunión a principios del peronismo. Su abuelo murió en el 74 igual que muchas de las cosas que tenían solución en la Argentina. Perdido en sus pensamientos, se sobresaltó cuando el coche se detuvo. El taxista lo dejó en la puerta del departamento de su abuela y lo saludó dejándole el vaticinio de una segura victoria roja el domingo. Laureano sólo le sonrió y le dejó el doble de lo que decía el reloj. Abrió la puerta con su propia llave, en los 10 años de emigrado nunca dejó de llevar esa llave encima. Nunca pensó en volver, pero no se desprendió de esa llave, Laureano hacía muchas cosas sin preguntarse el porqué. No había nadie en el departamento, sobre la mesa de la cocina había una breve nota de su hermano, junto con un sobre lacrado. Esto es lo que te dejó Miguel, cuando quieras me llamás. La nota no tenía firma pero era de su hermano, la hubiera reconocido aunque no estuviera en esa casa y sobre esa mesa, seguía teniendo la misma letra que a los seis años. El sobre tenía algo dentro. Laureano dio un pequeño paseo por la casa antes de abrirlo. El living seguía siendo el mismo, con ese olor a polvo, con las alfombras de dibujos árabes donde él había jugado de chico. Donde había imaginado dar la vuelta al mundo. Caminó despacio, como si quisiera recuperar los años de su infancia. En el pasillo el mismo gaucho lomito con su farol desde el mismo cuadro de siempre. La puerta del baño estaba entornada como siempre, doblo a la derecha y entró al cuarto donde su hermano y él durmieron todos los viernes a la noche hasta que ya les interesaba algo más que las historias de su abuela, de Miguel y el omelet con jamón y queso. El cuarto estaba cambiado, lo había usado la enfermera que cuido de Mili es sus últimos días. El cambio del lugar, otra cama, otras luces lo descolocó, sintió algo helado recorriéndolo. Cerró los ojos y salió del cuarto, cruzó el pasillo y entró en la habitación de su abuela. La familiaridad del ambiente le devolvió la tranquilidad. La misma cama, el mismo televisor, el espejo de siempre sobre la cajonera con tapa de mármol. Se acostó un rato en la cama y fijó la vista en el cielorraso descascarado. Finalmente en esa posición sintió que algo ya no estaba bien. Algo faltaba a su lado. Una sensación de ausencia se coló por sus ojos y un par de lágrimas brotaron sin mucha fuerza. De la misma manera siguieron brotando por una hora hasta que se quedó dormido. Afuera la lluvia continuaba y dibujaba lágrimas feroces en los vidrios.
Autor: Juan Manuel Anlló. Fragmento de una novela en proceso de escritura.
Talleres particulares de Fabián San Miguel.
Fotografía: Moira Pérez.
Etiquetas: abuelo, buenos aires, juan manuel anlló, lluvia, taxista
1 comentarios:
necesito, quiero, imploro saber!!! qué había en el sobre??? me encantó pero quiero más.
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