lunes, 2 de febrero de 2009

"La calle Arévalo" - Mirta Cataldi


La calle Arévalo

La casa de la calle Arévalo al 2000 tiene un pasillo con perfume a glicinas y humedad. Es un largo recorrido atravesarlo. A cada lado, ventanas con vidrios curiosos, fueron testigos de escenas de odio, miedo y amor.
Los seis departamentos con las puertas alineadas a la izquierda albergan, desde hace años, un juego variado de personajes. Nicola en el departamento uno, Juan y Pablo en el segundo, Elisa y sus gatos en el tercero, Soledad y su novio en el cuarto, en el quinto el escritor y el matrimonio con el bebé en el sexto.
Nicola es el más antiguo en el edificio .Ya no trabaja, deambula todo el día por ese corredor descascarado, conoce de memoria cada una de las baldosas y las plantas de malvones de rojo rabioso que son su mundo.
No hace más de un año, pegados a su medianera, se mudaron dos jóvenes que no aparentan más de treinta años. No molestan, casi nadie los conoce.
Alguna que otra vez Nicola, subiéndose a un banquito, los espía por la pared que separa el patio. Están vestidos de negro y sentados en un cajón de sifones hablan temas que Nicola no entiende bien. Las ventanas del departamento de los jóvenes están siempre abiertas dejando escapar un intenso olor a cigarrillo que se acumula por semanas en el aire.
Tienen horarios distintos al resto de los ocupantes. Cuando ellos llegan, la mayoría sale para su trabajo. El viejo Nicola no ve bien esto, piensa que la noche se hizo para dormir, es mejor llegar temprano, vivir como Dios manda, como lo hace la mayoría.
Era la hora de la siesta, de un sábado de enero. El calor brotaba por las grietas de las baldosas rotas. Nicola, Juan y Pablo, los jóvenes del departamento dos, se encontraron sin tenerlo previsto frente a la puerta del pasillo que daba a la calle.
La puerta tiene un aspecto señorial, una apariencia de sólida fortaleza, flanquea la entrada principal y da un aspecto importante al edificio. Está pintada de verde oscuro, pero en algunos recovecos asoma un óxido que la está carcomiendo.
Nicola con una bolsa de basura en una mano y la otra en la manija sintió las voces de los muchachos sobre su espalda. Un sudor frío corrió por su frente, el miedo lo paralizó, la bolsa se desplomó contra el piso y emanó un olor nauseabundo.
Nicola les tenía miedo. En su imaginario había vivido escenas de muerte y ataques por parte de sus vecinos.
Uno de ellos le preguntó qué le pasaba, si se sentía bien.
El viejo volvió la cabeza, notó una mano sobre su hombro y la respiración en sus oídos. Giró lentamente y los enfrentó, atinó a decirles que no lo mataran, que su esposa estaba adentro y no quería que sufriera; que si él moría, ella no sabría nada de los papeles del sepelio, si tenía que pagar o no.
Parecía cómico su ruego, por las sonrisas reflejadas en los rostros de sus vecinos.
Les pedía tranquilidad a los muchachos y les ofrecía lo que quisiesen a cambio de su vida. Nicola estaba envuelto por un miedo de gesto infame.
Juan el más alto, se sonrió y trató de contenerlo, explicándole que él podía ser el abuelo de ellos y no se les ocurriría hacerle algo.
Su miedo, le dijo, está alimentado por algunos fantasmas que se escapan de los noticieros sangrientos o de las películas de terror.
Le aclararon que no eran asesinos seriales, ni sicópatas y que lamentaban que tuviese el prejuicio de creer que por usar pelo largo y ropa negra eran “raros”.
Los tres se miraron. Juan y Pablo tranquilizaron al abuelo, le contaron que eran gente de trabajo, laburantes, enfermeros de un hospital público, colmados de guardias para poder subsistir y además tenían una banda de rock. El viejo Nicola, movía la cabeza como asintiendo la confesión.
Lo acompañaron hasta la puerta de su departamento. Allí estaba asomada Antonia, con cara de preocupada, y sin entender nada. Él, orgulloso, se la presentó a los jóvenes.
La tarde transcurrió tranquila, ligera de emociones. Nicola le contó a su esposa con lujo de detalles la escena del pasillo, lo amables que habían resultado ser los vecinos y hasta habían despertado en él ganas de invitarlos a comer fideos, con ese tuco que ella sabía hacer tan bien. Rieron y conversaron sobre el tema largo rato, hasta que la noche extendió sus manos y lo cubrió todo.
Hacia las tres de la mañana, cuando los habitantes del edificio de Arévalo al 2000 fueron arrancados de su sueño, el silencio pesado se quebró por los espantosos alaridos que venían del departamento uno.
Había poca gente ese sábado en el edificio. La pareja del seis y Elisa la de los gatos corrieron hasta la puerta de entrada y presenciaron una escena terrible.
La pobre Antonia gemía sobre el cuerpo ensangrentado de su esposo.
A simple vista la casa estaba en un desorden total. Los vecinos pidieron ayuda, que no tardó en llegar, pero ya era tarde, Nicola estaba sin vida. Un oficial de policía cubrió con una manta el cuadro desolador y dispuso esperar al juez.
Entre los llantos de la esposa, se pudo saber que dos delincuentes, habían irrumpido en la habitación, llevándose joyas y dinero. Pero no los conformó, repetía la anciana y dispararon contra su cuerpo indefenso.
Los patrulleros y la ambulancia pasaban el mensaje de lo ocurrido en la calle Arévalo al 2000.

Autora: Mirta Cataldi. Centro Cultural Belgrano R.

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3 comentarios:

A las 5 de febrero de 2009, 0:18 , Blogger mmm- ha dicho...

Hola Mirta, me gustó tu cuento. A medida que lo leía, se me apareció toda la escena frente a los ojos como si la estuviera viendo, y supongo que eso habla bien de tus capacidades narrativas! :)
Gracias por compartirlo
Saludos

 
A las 5 de febrero de 2009, 14:44 , Blogger javier ha dicho...

Felicitaciones Mirta. siempre es un placer leer tus producciones en este lindo blog.
Un beso grande, javier de Villa Santa Rita.

 
A las 9 de febrero de 2009, 13:12 , Anonymous Anónimo ha dicho...

. Felicitaciones Mirta, me encantó tu trabajo literario. Un besote. Ricardo.

 

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