"Agobio" - Gabriel Bonetto
El calor es temible en Tucumán. Lo sufren, también, en los humildes barrios de la capital. Temible es el calor en el jardín de la República, donde duermen la siesta, por la tarde, sus habitantes. Luis, nunca puede dormir. A su esposa, le dice, que no puede pegar un ojo a la tarde, que lo atonta el fuego del sol, pero no puede dormir. Esther, su esposa, lo observa con sus ojos achinados. Esther, que es baja y gorda, le responde, más bien le recrimina: no hay leche para los chicos. Luis, que no puede pegar un ojo, y que los abre con una intensidad excesiva, dice que, con las changas no alcanza. No se puede seguir así, dice, mientras respira entrecortado, y pasa su brazo por su frente empapada. Morocho, con arrugas pronunciadas, el rostro de Luis. Continúa impávido y serio, y le dice a su mujer: tengo fiebre. Esther, que le convida mate hirviendo, observa a su marido. Hoy vino el turco, le dice.
En la fábrica se juntan veinte, treinta, cuarenta obreros. Ya habían tenido muchas reuniones en la jornada, de ocho a catorce horas la jornada de trabajo. Encontraban ahí formas para construir vínculos y camaraderías, política y cenas suntuosas desbordadas de vino. Antes, solo insultaban por lo bajo y padecían las humillaciones de los capataces que, con la metodología de la vergüenza, lanzaban provocantes: nunca están conformes estos negritos.
La efervescencia se filtraba en todo el país y, además, en una de las fábricas metalúrgicas más antiguas de Tucumán. David Grimberg toda la semana discutió, peleó, con compañeros, amigos y enemigos. Pelea contra un gremio que agacha siempre la cabeza y tiene privilegios. David Grimberg propone una reunión para discutir sueldos, y ropa nueva y cascos para la seguridad. Grave y áspera, la voz de Grimberg, cuando sube a una tarima y lanza sus discursos. Improvisados, los discursos de Grimberg, y los obreros que, ante cada pausa, lo aplauden rabiosamente. Dicta sus proclamas, mientras ahuyenta su pelo lacio, rubio, que cae sobre sus ojos celestes, y la pequeña multitud canta, que se va a acabar, la burocracia sindical.
El Negro tiene despacho. Pequeño, repleto de papeles y fotos de Perón, el despacho del Negro. Fuma unos cigarrillos largos, y despide, como siempre, el humo en forma de bocanadas. El Negro, que fuma incansablemente, recibe a los compañeros que le vienen a dar el parte de noticias. Malas noticias, le dicen: ya tienen lista y avales. Los muchachos le comentan al Negro, que las elecciones se harán pronto.
Transcurre la semana y en el sindicato continúa la agitación. Están los folletos que circulan de mano en mano, y los que fluyen demandantes por el aire. Las elecciones están próximas. Solo hay dos personas en el despacho del Negro. Un ventilador, chico, de pie, intenta calmar la agobiante temperatura. El Negro no está, me dejó todo a cargo, le aclara el Turco a Luis. Toman cerveza, helada la cerveza que sirven con urgencia. Hicieron un brindis. Que sea rápido, dice el Turco.
La botella de ginebra, casi vacía, sobre la mesa. Luis se sirve nuevamente. Lento el brazo de Luis que deposita la ginebra en un vaso pequeño. Transpira todavía más y dice, por lo bajo, que tiene fiebre. Luis, morocho y con una vieja cicatriz a centímetros del ojo izquierdo, termina la botella. Luego se pone de pie y observa con desprecio a su mujer que limpia la cocina. La toma de atrás y las manos arremeten entre las carnes fláccidas. Las fuertes manos sostienen las caderas, y los dedos enormes aprietan al cuerpo disciplinado de su esposa. Respiración agitada la de Luis, que deja caer sus pantalones y embiste sin pedir permiso. Acepta la mujer, las embestidas de su esposo. La respiración de la mujer es suave y complaciente. No piensa, la mujer, que es baja y gorda, solo cede a la borrachera de Luis que se precipita, impetuoso, sobre las carnes fláccidas. No piensa, Esther, que solo escucha el chapoteo de la pelvis contra sus nalgas. Luis la toma del pelo, como un animal salvaje, y con la mano libre apalea la carne enrojecida. Suspira fuerte, Luis, gime, y cuando su respiración parece extinguirse, dice que, a los chicos no les faltará comida.
Entre el silencio, solo se escucha el sonido del sol, que chamusca la tierra, árida, del jardín de la república.
David Grimberg toma café con leche, como todas las mañanas, en el bar de la esquina. Medialunas de grasas, le pide David al mozo. En la misma mesa está un compañero, que toma una gaseosa con hielo, y le dice, carraspeando, en voz baja, que el Negro va a hacer todo lo posible para cagarnos. El compañero hace silencio. Sabe de apretadas, David Grimberg, y además, de como funciona el sindicalismo en el país. Cada vez somos más, y será difícil que nos derroten, le dice Grimberg. Tienen miedo, no es otra cosa, entendés, le explica.
Una, dos, tres veces, suena el teléfono. Una mujer atiende. Una voz rigurosa solo dice unas precisas palabras y corta. La mujer, en ese instante, palidece, y su mano, frágil, derrumba el teléfono. Pocas frases, las que sentenció, con una seguridad implacable, una voz de hombre, que dejó a la mujer temblando. Unas horas después, la mujer, le cuenta con lágrimas en los ojos, a su esposo: decile a ese judío de mierda que no joda porque la va a pasar mal, me dijo. Así me dijo, y cortó. David Grimberg junta sus manos tapando su cara. Un eco brota y se esparce por todo el living de la casa. Que hijos de puta, exclama.
Rayos de sol, diáfanos y penetrantes, despiden humo del caucho de las avenidas recién pavimentadas.
Por qué no se vuelven a Siberia, pregunta y larga una carcajada. Estruendosa, la carcajada del Turco. Comunista y judío, que mezcla peligrosa, le dice a Luis que lo observa detrás del escritorio. Le pregunta si le vio la cara. Cómo es el rostro de un tipo que se va a morir, le pregunta. ¿Tendrá pánico, o pondrá esa cara de mártir, que ponen muchos tipos que se creen héroes? Los dos ríen, a carcajadas.
David Grimberg camina por una plaza cercana a su casa. Su mirada al frente, impasible, observa a los chicos jugando en el tobogán. Piensa en los hijos que no tiene. Piensa que todavía está a tiempo para formar una familia. Es joven David Grimberg, que observa a los chicos que tropiezan y ríen, y tantea un arma detrás del pantalón. Pequeña el arma, calibre 22, que tiene entre el pantalón y la camisa transpirada.
Insoportable el sol en Tucumán, que achicharra los campos de caña de azúcar.
Un auto, largo, negro, estaciona cerca del cordón de la vereda. El motor en marcha del auto que estaciona. Luis, paso firme y sosegado, baja con calma. Camina hacia donde está ese hombre que estuvo siguiendo toda una semana. Ese hombre que recorre las calles, como todos los días, solo, sin guardaespaldas, con el orgullo de los que no le temen al enemigo, alejando el mechón de pelo rubio que cae sobre sus ojos. Ese hombre que no llega a darse cuenta que una descarga de dos, tres o cuatro disparos se impregna en su cuerpo.
El sol ilumina la sangre que fluye urgente por el cemento. Resplandeciente, la sangre que recorre por la vereda.
Nadie escucha nada en el humilde barrio de la capital tucumana. Todos duermen siesta. Luis le dice, todos los días, a su esposa, que no puede pegar un ojo.
Autor: Gabriel bonetto. Talleres particulares de Fabián San Miguel.
Etiquetas: fábrica, gabriel bonetto, ginebra, sindicalismo, tucumán
3 comentarios:
me gustó, mucho, me gustó
muy lindo. vidas paralelas que se encrucijan y ese sol como presencia agobiente y constante.
muy terrible, pero muy bueno, te felicito, ojalá los traidores y los torturadores no pudieran dormir, pero creo que duermen sin problemas.
Ángela
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