"Lo que queda" - Ezequiel Fejler
Lo que queda
En la pieza de Mirna hay un placard con tres pantalones, dos polleras, no más de cinco bombachas, algunas medias, un camisón, dos pulóveres y una campera arrugada. En el piso hay un colchón sin sábanas, con la ropa del día tirada a un costado. Zapatos con barro, dos bollos que son un par de medias y un jean gastado, que parece haber sido sacado a las apuradas: todavía guarda la forma de las piernas. La almohada es blanca, o más bien amarilla, pero alguna vez habrá sido blanca. Se encuentra hundida en el centro, igual que el colchón; aunque el colchón es tan fino que apenas se deja hundir un poco.
Las paredes son grises, de cemento. Y tienen fotos, que le dan color a la habitación. En una, Mirna posa con otra chica un poco más joven. Las dos sonríen y se abrazan, con un fondo de mar celeste verdoso que podría ser Brasil, pero también Cuba o México. En otra, casi despegada de la pared, ella acaricia un perro negro, sin raza. El perro la mira como miran los perros, con devoción; y ella sonríe, aparentemente contenta.
Los hombres que desfilan por la pared de Mirna tienen bigotes y unos cuantos años más que ella. Son hombres curtidos, de manos gruesas y piel oscura. A uno se lo ve trabajando en la costa, juntando ramas y hojas, sin poner esfuerzo ni entusiasmo. Otro, la levanta con las dos manos como si ella fuera una nena, aunque en la foto Mirna ya no es ninguna nena.
Desde la habitación solo se oye el murmullo del agua; un ir y venir continuo, como una caricia. Las fotos siguen en su lugar. En la que está más cerca del colchón, se ve a Mirna sola. Tiene la cara lavada, vacía: es la cara de quien acaba de tomar una decisión. Una foto de la nada, de ese momento inicial, el comienzo. ¿Habrá sido ese?
Hay otras fotos que no se entienden. Por ejemplo, la de un viejo canoso, de barba redonda, que carga maderas en una carretilla. “Por la blanda arena que lame el mar, su pequeña huella no vuelve más”, dice un papel garabateado encima de la imagen. Al lado, un nene agachado sobre la orilla, juega con el barro. Pegada, hay otra del agua: marrón, apenas rojiza, con estelas blancas de algún remolino, y brillante.
La más extraña de todas es una de Mirna con una mujer mayor. No hay gran parecido entre ellas, pero por la mirada podría pensarse que son madre e hija. La madre tiene los labios arqueados hacia abajo, el pelo largo y grisáceo y el rostro surcado por pequeñas arrugas. Le pasa el brazo por los hombros con timidez, como pidiéndole permiso. Mirna acepta el abrazo, pero no parece disfrutarlo. No debe recibir demasiado seguido abrazos de su madre. El padre no está en las fotos, aunque podría ser alguno de los hombres de bigotes. Si fuera el mayor, habría que decir que Mirna heredó poco de él. Ella es petiza y rellena, mientras que él alto y flaco, atlético.
Pero no es seguro que ése sea el padre. Para saberlo, habrá que buscar en sus cartas, que están a un lado de la biblioteca, enrolladas y atadas con un piolín rojo. Son muchas; por lo que se ve, más de diez. El piolín no está bien anudado, así que resulta sencillo desatarlo. No es correcto leer cartas ajenas, pero…
La primera es de la madre: “Querida Mini, hace varias semanas que no recibo noticias tuyas. Acá las cosas siguen como siempre. Uno va tirando, como puede...”. La carta de la madre es larga. Hay muchas palabras y la mayoría van en el mismo sentido.
La segunda carta es de un tal Daniel: “Mirna, perdoná que no pasé, pero no pude irme de casa tan fácil. Sabés que Graciela no entiende esto de que seamos amigos y nada más. Y menos después de lo de la otra vez. Pero te aseguro que...”. Daniel promete visitas más seguido, pero pone tantas excusas que probablemente no las haya cumplido.
La carta más larga empieza diciendo “Te extraño demasiado. Pero sé que así estamos bien”. Luego continúa: “Me resulta difícil, pero me estoy acostumbrando. No es fácil estar sola. A vos te encantaría este lugar. Es como ese pueblito de México, no me acuerdo el nombre... pero sé que no te vas a ir de ahí. Y te entiendo”. Firma Franca, manda muchos besos y cierra con un Te quiero.
Hay otras cartas de Franca. Casi la mitad son de ella. Están ordenadas por fecha y a medida que pasa el tiempo se van haciendo más cortas. Atar las cartas de la manera en que estaban antes no resulta fácil, pero habría que prestar demasiada atención para darse cuenta de que alguien las leyó. Al lado de la biblioteca, todas juntas, parecen una sola. Un solo mensaje protagonizado por diferentes personas.
Afuera, el río sigue con su murmullo, pero en la casa de Mirna no se escucha ningún ruido, así que hay tiempo para ver la biblioteca. Es pequeña, un mueble de madera clara de no más de un metro de alto por otro tanto de ancho. Los libros son coloridos, como las fotos. Parece que los hubiese elegido más por su belleza que por el contenido. Aunque, prestando un poco de atención, no es tan así. Hay Flores del mal, de Baudelaire, en no muy buen estado. Lo habrá leído en un viaje o muchas veces. O quizás lo compró usado o lo prestó demasiado. Al lado, El extranjero, de Camus, El país de las últimas cosas, de Auster, y Oscuramente fuerte es la vida, de Dal Masseto. Hay estantes diferentes: por ejemplo, en uno se amontonan los pecados mortales de Lawrence Sanders y las aventuras de Sydney Sheldon; y en otro, el último, menos visible, una historia del Tigre, mapas de la Argentina y dos cuadernos.
El más viejo tiene una tapa que dice “Así es”. Las hojas están húmedas, amarillentas, igual que la almohada: puede ser el aire ribereño. Adentro no hay nada escrito. El cuaderno amarillo está en blanco, podría decirse. Hay otro, al costado, con una tapa que dice “Esto”. Tampoco tiene nada escrito, pero en la última hoja guarda una carta. ¿Por qué no formará parte del piolín rojo? ¿La habrá escrito Mirna?
La casa, efectivamente, no produce ruidos; como si cada cosa estuviera en su lugar, condenada a la quietud y el silencio. La cocina es chiquita, también de cemento. Tiene una pileta blanca con dos o tres platos sucios. Al lado de la pileta hay algunos utensilios lavados, todavía sin guardar. La heladera es blanca y antigua. Guarda dos tomates arrugados y una lechuga más negra que verde. Hay agua en una botella de Coca Cola, y dos fetas de jamón junto a varios huevos.
El olor a humedad es muy fuerte, pero no viene de la cocina sino del baño. Una lámpara cuelga del techo y tarda en prenderse; titila varias veces antes de iluminar los azulejos negros. La ducha no tiene bañera, pero sí una ventana con mosquitero que da al jardín del vecino. El olor se hace cada vez más difícil de soportar, aunque da tiempo para descubrir el espejo que cuelga de un clavo tambaleante, encima de la pileta que alguna vez fue blanca. Una pequeña repisa de vidrio sostiene el cepillo de dientes de Mirna, solo el de ella, que comparte espacio con un perfume y dos frascos de remedios con nombres extraños.
El living es oscuro, sin ninguna ventana, y no tiene fotos colgadas en las paredes de material; solo un almanaque del almacén “Don Saturnino”, con dos nenes rubios que se ríen vaya uno a saber de qué. Hay un equipo de música cubierto de polvo, y varios casetes en el piso. Son todos de rock; no hay tango ni jazz; tampoco música clásica o cumbia: Janis Joplin, Led Zeppelin, Sumo, Deep Purple y The Clash.
En el equipo está puesto el casete de Zeppelin. Si le damos play, bien bajito, ella no se va a despertar. Aunque no es fácil escuchar a Zeppelin bajito. Siempre suena fuerte, cortante, como si reclamara atención.
La cinta comienza a dar vueltas y la casa se llena de acordes. Pero Mirna no se despierta. Sigue hecha un ovillo, como un bebé en la panza. Las manos tocando los labios, las rodillas dobladas, el mentón sobre el pecho, los rulos disueltos en las manos; su tez blanca intacta, tan blanca que parece transparente. Y la sonrisa apagada debajo de la boca.
Autor: Ezequiel Fejler. Talleres particulares de Fabián San Miguel.
Etiquetas: cartas, casete, ezequiel fejler, fotos, led zeppelin, pieza
1 comentarios:
Da!!!! me encanta toda tu obra... pues son muy eficaces sobre todo en el final!!!! Espero sigas escribiendo por siempre!!!!!
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