Tocatta y fuga
Las luces de la ciudad comienzan a encenderse muy lentamente, tan lentamente que se nota su falta de ganas por repetir lo mismo como tantísimos días. La tarde muere un tanto indecisa, y como todos los martes, la inercia me arrastra hacia el Teatro San Martín para seguir perfeccionándome, pero si les abriera mi corazón, realmente tendría que decirles que estoy enamorado, que solo voy por ella. Odio y amor, amor y odio se confunden en mí ser, humillándolo, destruyéndolo.
Mi cabeza es un torbellino de preguntas, siempre repetidas, siempre insensatas, ¿cómo es posible? Ella toca el piano con tanta sensibilidad, ¡es completamente abrumador! También aprendí piano, toqué miles de veces pero… pero lo que ella hace es tan delicado, sencillamente magnífico. Escuchándola tocar nos damos cuenta del punto tan alto al que puede llegar un ser humano, hasta diría que supera nuestra comprensión. Ella como otras pocas personas, han sido elegidas, tocadas por la varita de la genialidad. Creo que con mucha dedicación, amor propio y hasta volcando todos los sentimientos que uno puede tener sobre las teclas del mejor de los pianos, jamás se podría, no digo imitar, acercarnos lo suficiente como para que alguien que escuche uno y otro, crea que son las mismas piezas de música.
Es vergonzoso lo que les voy a decir, pero ya no me puedo detener, muchas veces siento una terrible tormenta interior, y solo podría ser subsanado el día que ella deje de respirar. Al escucharla siento la terrible pesadez con la que toco, cada vez es peor, su brillo incrementa la desesperación en mí, su suavidad es un mazazo que va directo a mi corazón, los aplausos que arranca sin piedad de la gente desfigura mi psiquis, la fermenta, la torna enfermiza, su luz aumenta mi oscuridad. Hoy, ni siquiera siento ganas de tocar, mis dedos torpes ya no quieren acercarse a un piano y comprender el abismo que separa al genio del resto. Mi ira se torna ciega al darme cuenta de lo inútil que fue dedicar veinte años de mi vida al estudio de la música, hacen que viva en un completo calvario. No hace mucho tiempo atrás yo me sentía en la cúspide, amado por mis alumnos, adorado por mi profesor, todos veían en mí a un excelente pianista, el embrión de alguien que lleva escrito el éxito en su piel, pero hoy, a un año de aquello, desencajado, lleno de odio, nadie me da importancia, todos alaban su técnica, pero ¿de qué técnica hablan?, ella no tiene técnica, ella es genial, ¡irremediable y asquerosamente genial!
Solo faltan dos cuadras, la Avenida Corrientes está en plena posta, los empleados de comercio dejan paso a los cartoneros y cirujas. La ola humana sale de los negocios hacia las paradas de colectivos o a sus automóviles, encerrados en algún estacionamiento, y de allí a sus casas, solo unos pocos van en dirección al centro, y uno de esos pocos, soy precisamente yo. Siempre trato de llegar tarde, no quiero verla ni saludarla, ni tampoco escucharla, aunque mucho peor es sostener su mirada, es ahí donde siento el rechazo, me humilla con su magnificencia, y yo, como un cobarde, escapo a cualquier punto del salón.
¡Ah! Una vez la escuché tocar Claro de Luna, si bien cualquier partitura que toque la transforma en maravillosa, tiene el poder de arrastrar a Beethoven hasta la cúspide, allí donde el músico se transforma en dios. Creo que de haberse conocido, él jamás nos hubiera dedicado ninguna de sus sinfonías, impotente ante tanta perfección. ¿Por qué tanta exquisitez me provoca nauseas? Tal desparpajo de genialidad mueve en mí sentimientos tan aberrantes como abyectos, por momentos me desconozco. Me siento como un volcán que grita su dolor y lo irradia por todos sus poros. Y lo más triste, veo que esa fuerza incontrolable me consume por dentro, que la paz me abandonó aquella primera vez, desde el maldito día que la conocí.
Ese día ella se presentó en el conservatorio con un traje oscuro muy moderno, debajo una camisa crema con hermosos bordados, a las claras se notaba el maravilloso gusto que tenía al vestirse, llevaba en su mano derecha un maletín pequeño de cuero. Sus manos eran inmaculadas, se podría decir sin temor a equivocarnos que estaban hechas para tocar el piano, un escultor pagaría cualquier precio por tenerlas de modelo. Su pelo castaño era lo suficientemente corto como para deslumbrarnos con su magnífico cuello; quién al mirarla no tendría ese chispazo morboso de posar sobre ese cuello un collar de ardientes besos. ¡Necesito fuerzas para explicar, para detallar tanta hermosura! ¿Dónde me quedé? Si, me falta su rostro. Voy a empezar por sus ojos, aunque ¿quién podría darse una idea de ellos sin haberlos visto antes? Eran lo suficientemente grandes como para abarcar el mundo, su oscuridad nada tenía que ver con su espíritu ardiente, brillaban a tal punto que enloquecía a quien los mirara tan solo unos segundos, y en el conjunto emanaba destellos de inteligencia, de sagacidad inapelable. En sus orejas reposaban unos pequeños colgantes, ellos brillaban orgullosos sabiéndose montados sobre la más hermosa de las mujeres, su nariz era la frutilla del postre, algo que se templó en la fragua de algún dios para ser colocado con exactitud de artesano en ese rostro donde confluían todas las maravillas del universo. Su boca es un tema aparte, algo que tiene vida propia, algo que ni la mejor de las cirugías soñaría siquiera llevar a cabo, su densidad, su sutileza, su encanto arrastraría al más santo entre los santos a soñar con el calor del infierno, olvidándose completamente del nombre de Dios. Y qué decir cuando ese telón se abría, cuando esos labios formaban figuras provocativas para hablar o cantar con voz melodiosa, se vislumbraba allí la punta rosada de un ovillo sensual, que arrastraba a la locura a quien tuviera el tremendo honor de poder alcanzarla. Toda ella era un plan maquiavélico y perfecto para asesinar a un hombre, para desquiciarlo y condenarlo. Jamás podré borrar de mi retina la infinidad de datos que bebí esa tarde, el éxtasis con que la vi esa primera vez, saboreé cada segundo de la presentación que hizo mi profesor de piano, yo estaba tocando una partitura de Bach, él me tocó el hombro y hasta recuerdo lo que dijo: —Edgardo, ella viene muy bien recomendada del Conservatorio de Música de Paraná, una alumna avanzada como vos, su nombre es Xiomara.
La quedé mirando boquiabierto, tartamudeé un hola sin saber lo que hacía, la visión de su hermosura me había obnubilado, mi única idea era la de poder ser su esclavo, ninguna otra cosa me interesaba. Volví a repetir el hola, un poco más alto y le tendí la mano. Ella se acercó a mí, me sonrió y me besó la mejilla mientras mi mano, sin saber qué hacer se dirigía al bolsillo del pantalón para esconderse. ¡Ojala hubiera podido hacer lo mismo! En ese momento supe que estaba perdido, y ella también lo sabía. Sentí impotencia de ser un idiota más dentro de su ejército de seguidores. No estoy seguro pero creo que llegué a sentir piedad de mí.
Perseguido por tales recuerdos entré al teatro, subí por las escaleras hasta el segundo piso, llegué y saludé a todos, y en un momento me dí cuenta pero no lo pude evitar. Ella me arrinconó, sutilmente me fue llevando como un cordero hacia el rincón más alejado y oscuro. Me miró despiadadamente, su brillo me cegó, me sentí indefenso, mi respiración estaba agitada como mi corazón, como mi pecho, como todo mi ser. Al notar que quería escapar, tomó mi muñeca con fuerza y la sujetó contra la pared, sentí terror ante la situación, de la palma de mi mano caía transpiración, síntoma inequívoco de mi desesperación. Su cara se acercó a la mía, debajo de su camisa blanca vi el nacimiento de sus pechos, después los apoyó en mí y todo pareció girar. De su boca salió el susurro, tranquilo y acompasado de una pregunta que acarició mi oreja y entró en mi cabeza como un torrente brutal: —¿Por qué me huís? Vos sabés que me gustás.
No pude contenerme, en mi confusión la separé de mí de un manotazo. Eché a correr, golpeé un Charleston y creo que tiré unos platillos en la carrera, todos miraban, salí despavorido, y no paré hasta llegar al obelisco donde me senté a pensar, donde comprendí que ya no iba a volver, que todo lo que quería en la vida lo había perdido irremediablemente. Sabía, y sé, que nunca jamás me podré perdonar, que nunca podré vivir en paz.
Autor: Eduardo Aniotz - Centro Cultural Macedonio Fernández.
Fotografía: Fabián San Miguel.
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