viernes, 19 de junio de 2009

"Bar" - Jorge Freiria


Bar

El bar está allí. Inmutable.
Perpetuo. Fuera de tiempo.
De nuestro tiempo. De eso que llamamos tiempo, el que así nos inculcaron y aceptamos que debía ser.
Aquí, en el bar, eso no existe.
No digo que falten aquellos urgidos que llegan pegados a sus relojes, piden con premura, tragan sin saborear y dejan dinero sobre la mesa al salir corriendo.
¿Hacia dónde? Que importa.
Pero tales personajes no afectan un ámbito donde hasta la suciedad se eterniza.

Tanta quietud no deja siquiera sospechar su secreto.
¿Cómo podría haber secreto -me dirán ustedes- en una dimensión fuera de toda categoría lógica, sea espacio, tiempo, sustancia, situación o cualquier otra que se nos escapa?
Y sin embargo, estoy en condiciones de afirmar que sí lo hay.
Me refiero a lo que, para el común de la gente, sucedió hace 17 años.
Ella era joven entonces, muy joven, no superaría ese lapso en edad.
O sea que hoy tendrá, o tendría, 34.
Pero no hay hoy en lo que digo.
Vivía…, sí, vivía y nos hacía vivir, allí, a la vuelta, en los fondos de esa casona de largo pasillo.
Él…, siempre hay un él, dejaba entender que su ocupación era hacer changas.
De todo tipo, cargar un bulto, llevar un sobre, arreglar un artefacto, cambiar un cuerito, pintar, soldar, lo que fuere.
La cosa era entrar en la casa.
El bar era su centro operativo. Allí se estaciona, largas tardes, atento a las conversaciones, listo para ofrecer sus servicios.
Ella lo esperaba encerrada. Apenas si asomaba sus encantos. Las excepcionales veces que lo hacía, él lo había permitido.
Perfumaba de glicinas tan solo verla.

Hubo una muerte. Alguien volvió, inesperado. Lo encontró en la casa. Y él acalló que lo descubrieran.
No trascendió.
Tras una temporada volvió al bar.
Consiguió una changa. Un futuro comprador del boliche le pidió presupuesto para reparar una cañería del sótano.
Bajaron a ver. Pero él no subió. ¿Son temporales las venganzas?
El difunto tenía parientes. Y amigos. Pesados.
Luego, unos hombres bajaron con bolsas de cemento y arena.

Hace 17 años, años de nuestras fechas, que ella no aparece.
Presa entres bordes de tiempos que fluyen y tiempos detenidos, espera una vuelta.
La calle ha perdido sus glicinas.
El bar está allí. Inmutable.

Autor: Jorge Freiria. Centro Cultural Aníbal Troilo.

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sábado, 6 de junio de 2009

"Encuentro inesperado" - Ángela Rossi


Encuentro inesperado

Ese día te fuiste de la empresa muy malhumorado; no te gustan las cenas de negocios, siempre se las dejás a tu socio, pero esta vez él estaba en Mendoza. Así que saliste rumbo a la Recoleta, un viernes a la hora de mayor tránsito, lo que no ayudó a que te sintieras mejor.
Cuando llegaste, el estacionamiento del restaurante estaba completo, así que estuviste buscando dónde dejar el coche. Encontraste un lugar, estacionaste y bajaste del auto; comenzaste a caminar, tenías que cruzar la plaza, tan hermosa con sus árboles añosos, sus canteros con flores, las farolas prendidas y el cielo estrellado; todo hizo que tu humor fuera cambiando. Te detuviste en el Paseo de los Artesanos, entreteniéndote mirando los trabajos expuestos.
Cuando te encontraste con tus clientes ya estabas dispuesto a pasarla bien y a disfrutar de la comida.
Al término de la cena salieron del restaurante riendo y conversando animadamente. Se separaron en la puerta, después de saludarse (ellos habían podido guardar el auto en el estacionamiento).
Vos comenzaste a caminar rumbo a la plaza. Una espesa niebla había descendido sobre la ciudad, los árboles parecían fantasmas y las farolas estaban aureoladas por la humedad.
Apuraste el paso mientras pensabas en lo difícil que iba a ser manejar hasta Olivos con ese tiempo.
Ibas a abrir la puerta del auto cuando la viste. Apareció así, de pronto; no habías escuchado sus pasos y estaba casi al lado tuyo.
Alta, delgada, el pelo negro le brillaba con reflejos violeta, el vestido azul le marcaba los muslos y las piernas perfectas y un chal de gasa bordada flotaba alrededor de su cuerpo.
Caminaba, pensaste cuando la viste, con la gracia de una bailarina de ballet.
Cuando llegó a tu lado, viste sus ojos verdes y su boca hermosa. Paralizado, la mirabas extasiado, mudo. No hablaron. Ella extendió una mano hermosa y blanca y vos sin dudar la apretaste con tu mano morena.
Te dejaste guiar por ella y caminaste a su lado sin preguntar nada, fascinado, sintiendo su cuerpo pegado al tuyo. Hicieron unas cuantas cuadras, así en medio de la niebla que lo rodeaba todo. Se detuvieron en una casa blanca, subieron una escalera de mármol. Ella abrió la puerta (no te extrañó que estuviera sin llave, ni te diste cuenta).
Te llevó hasta el dormitorio: allí todo era muy antiguo: una araña con caireles, los muebles de caoba rojiza, la cama cubierta por un acolchado de seda marfileña.
Se pegó a tu cuerpo, se besaron y después todo fue una locura, un abismo de pasión como no habías vivido nunca. Una pasión que no parecía saciarse, ni en vos, ni en ella que se abrazaba a tu cuerpo con desesperación; sus uñas clavadas en tu espalda dejaron marcas que aún conservas.
El tiempo se había detenido, hasta que ella vio por la ventana que la noche estaba extinguiéndose, comenzaba a clarear. Se levantó y se vistió de prisa mientras vos hacías lo mismo, al tiempo que tratabas de que te respondiera el porqué de esa prisa. Ella no te escuchaba. Había pánico en sus ojos.
La abrazaste y entonces te rogó, con una voz baja, casi un susurro “déjame ir y por favor no me sigas”.
Se desprendió de tus brazos y salió corriendo.
Tomaste el saco y saliste tras ella. La niebla se estaba disipando, la viste doblar una esquina, su chalina y su pelo flotaban en el amanecer sin viento; cruzó la calle y atravesó la plaza, se te hacía difícil seguirla, te asustaba la idea de no volver a verla, no sabías ni su nombre.
Así, corriendo, llegaste al muro del cementerio. Sin poder creerlo la viste entrar por el portón abierto, sin que escuchara tus gritos, llamándola.
Desorientado, miraste para todos lados, era su silueta la que se alejaba en medio de los panteones y las estatuas.
Ya el sol comenzaba a disipar la oscuridad y permitía ver los panteones, las esculturas y las tumbas
Te internaste por los pasillos, buscándola desesperado: ella no aparecía por ninguna parte.
Un nudo te apretaba la garganta, ahogándote. Después de una nueva y frenética recorrida, comenzaste a caminar hacía la salida, con un sentimiento de pérdida irreparable.
Ibas mirando entre las sepulturas, no podías creer que hubiera desaparecido. Por un instante pensaste en una broma macabra, después te diste cuenta que era imposible una broma en ese lugar.
Caminabas cabizbajo cuando una tumba te llamó la atención. Era de mármol negro, no tenía nombre y dos enormes ramos de claveles rojos asomaban de dos floreros sobre el mármol.
El contraste entre el negro y el rojo atrajo tu atención y algo más, de un ángulo del mármol asomaba un trozo de tela; te acercaste: era la gasa tan extraña que cubría los hombros de la mujer con la que habías pasado la noche más maravillosa de tu vida.
Sentiste que te ahogabas. Estremecido, paralizado, no podías alejarte de esa tumba.
Después, muy lentamente, arrascándote, comenzaste a caminar rumbo a la salida y a tu coche. Manejaste como un ciego hasta tu casa. No sé como pudiste viajar en ese estado; sólo un milagro te permitió llegar hasta acá.
Ya pasó un mes desde esa noche, y seguís ahí, tirado sobre la cama, enfermo, estremecido por la fiebre, buscando una explicación, qué no creo que encuentres.
Hermano, me has contado una y mil veces esta historia, sin duda espeluznante, cada vez vas agregando nuevos detalles, no sé cómo ayudarte, porque es una experiencia que mi espíritu racional se niega a aceptar, pero eso no importa ahora.
Lo importante es que tenés que levantarte de esa cama, empezar a retomar tus actividades, sin duda te va a resultar difícil, pero la única solución, creo, es que trates de olvidar lo que te pasó y vuelvas a vivir, como antes, el tiempo se encargará de que el recuerdo de esa mujer se vaya disolviendo y seas capaz de amar a una mujer real. Por favor, haz el esfuerzo.

*Este cuento está basado en una leyenda urbana de la Ciudad de Buenos Aires.

Autora: Ángela Rossi. Centro Cultural Elías Castelnuovo.
Fotografía: Fabián San Miguel.

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