viernes, 27 de febrero de 2009

"Sin inteligencia" - Daniel C. Montoya


Sin inteligencia

El comandante terminaba su informe final en la bitácora de navegación:
Al cabo de más de dos ciclos de traslación alrededor de este planeta sin nombre hallado en este sistema solar ignoto, buscando por todas las geografías y climas que lo conforman –redactaba–, se pudo establecer que:
· Las formas de vida vegetal, dependen para subsistir, de los recursos naturales de origen mineral que puedan hallar en cada región. O, directamente, si estos lugares ofrecen marcada escasez de dichos recursos, sobre todo de agua, no presentan vegetación.
· Por su parte, las manifestaciones de vida animal obedecen de la cadena alimentaria del más fuerte devorando al más débil; aunque también hemos observado animales carroñeros o herbívoros. Este sistema de relación, básico y primitivo, permitiendo interaccionar sólo instintos y entorno, es el que pauta un equilibrio entre especies. Si los más débiles se propagan en número, los más fuertes se alimentan con más asiduidad, hasta que se reduce el número de los primeros; luego, al no poder consumir lo que no hay, la falta de alimento termina reduciendo el número de los más fuertes, en una proporción medida que devuelve el equilibrio natural.

Pero lo fundamental que hemos venido a buscar no lo encontramos. Ni animales ni vegetales poseen desarrollo tecnológico. Es decir: no hemos hallado muestras de inteligencia evolutiva. Y por las características de dependencia a los factores observados –concluyó–, creemos que estas formas de vida nunca desplegarán manifestación de inteligencia alguna, condicionando seriamente su supervivencia futura.

A la mañana siguiente, la nave despegó en medio de agudos sonidos provocados por las turbinas nucleares que le daban impulso, y ante la mirada que podría haber sido curiosa y atónita, si los gigantescos saurios que presenciaban a distancia el evento multicolor, hubieran tenido inteligencia. El período cretácico en la Tierra, 90.000 millones de años atrás, quedaba descartado y abandonado en lo infinito del Universo.

Autor: Daniel C. Montoya. Centro Cultural Aníbal Troilo.

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domingo, 22 de febrero de 2009

"El avión llegó a Buenos Aires..." (fragmento) - Juan Manuel Anlló


El avión llegó a Buenos Aires en una lluviosa tarde de enero. El calor húmedo lo recibió de golpe, entrando en sus pulmones, llenando todo de esa pringosidad cálida que solo hay en esta ciudad a esta altura del año. Eso era algo que Laureano ya había olvidado. Se sentía un poco idiota con tanta ropa entre sus manos, la campera verde, el pulóver y la camisa le molestaban. Sorteó algunos remiseros que buscaban llevarlo a su casa por el doble de lo que correspondía. Cruzó todo lo rápido que pudo hasta la salida y la parada de taxis. Se apuró a tomar un taxi hasta Palermo. Hasta la casa de la abuela. El taxista empezó a hablarle del partido que San Lorenzo jugaba ese fin de semana con Independiente. Laureano lo escuchaba sin prestar atención, su mirada estaba perdida en la ciudad, en cada una de las calles, revisando cada cambio. La lluvia incesante le dificultaba la tarea. Las piezas no encajaban en su cabeza. Todo estaba decaído, diez años habían sido suficientes para mostrar el resultado de lo que se estaba gestando cuando él se fue. La sangría la pagaría el pueblo, la fiesta del peronismo reconvertido por el filtro de la SRA había terminado de desangrar lo que quedaba del granero del mundo. Ahora había batallones de personas recorriendo la calle con carros tirados a mano, revolviendo la basura. Viendo esto no pudo evitar ese pensamiento recurrente. Laureano nunca entendió por qué la generación de su viejo no hizo más por pelear por las cosas. Por qué se quedaron en la puerta de algo grande. Por qué se guardaron y permitieron que la salud sea un cartel pidiendo silencio en el obelisco. Nunca pudo entender por qué el pueblo fue el cómplice del tobogán que los llevo hasta donde estaban. Nunca lo comprendió, pero él tampoco estaba dispuesto a luchar. Ni él ni su generación, que prefirieron vivir de los trabajos de segunda del primer mundo. A menudo pensaba sobre esto en España, pero su nivel de acción siempre llegó hasta ahí. Pensar las cosas era suficiente desafío a fines del siglo. No había nacido para aventurero, la sangre de los aventureros llegó hasta el abuelo Miguel, hasta ese funcionario de peluca que una noche había matado alguien de un disparo en una reunión a principios del peronismo. Su abuelo murió en el 74 igual que muchas de las cosas que tenían solución en la Argentina. Perdido en sus pensamientos, se sobresaltó cuando el coche se detuvo. El taxista lo dejó en la puerta del departamento de su abuela y lo saludó dejándole el vaticinio de una segura victoria roja el domingo. Laureano sólo le sonrió y le dejó el doble de lo que decía el reloj. Abrió la puerta con su propia llave, en los 10 años de emigrado nunca dejó de llevar esa llave encima. Nunca pensó en volver, pero no se desprendió de esa llave, Laureano hacía muchas cosas sin preguntarse el porqué. No había nadie en el departamento, sobre la mesa de la cocina había una breve nota de su hermano, junto con un sobre lacrado. Esto es lo que te dejó Miguel, cuando quieras me llamás. La nota no tenía firma pero era de su hermano, la hubiera reconocido aunque no estuviera en esa casa y sobre esa mesa, seguía teniendo la misma letra que a los seis años. El sobre tenía algo dentro. Laureano dio un pequeño paseo por la casa antes de abrirlo. El living seguía siendo el mismo, con ese olor a polvo, con las alfombras de dibujos árabes donde él había jugado de chico. Donde había imaginado dar la vuelta al mundo. Caminó despacio, como si quisiera recuperar los años de su infancia. En el pasillo el mismo gaucho lomito con su farol desde el mismo cuadro de siempre. La puerta del baño estaba entornada como siempre, doblo a la derecha y entró al cuarto donde su hermano y él durmieron todos los viernes a la noche hasta que ya les interesaba algo más que las historias de su abuela, de Miguel y el omelet con jamón y queso. El cuarto estaba cambiado, lo había usado la enfermera que cuido de Mili es sus últimos días. El cambio del lugar, otra cama, otras luces lo descolocó, sintió algo helado recorriéndolo. Cerró los ojos y salió del cuarto, cruzó el pasillo y entró en la habitación de su abuela. La familiaridad del ambiente le devolvió la tranquilidad. La misma cama, el mismo televisor, el espejo de siempre sobre la cajonera con tapa de mármol. Se acostó un rato en la cama y fijó la vista en el cielorraso descascarado. Finalmente en esa posición sintió que algo ya no estaba bien. Algo faltaba a su lado. Una sensación de ausencia se coló por sus ojos y un par de lágrimas brotaron sin mucha fuerza. De la misma manera siguieron brotando por una hora hasta que se quedó dormido. Afuera la lluvia continuaba y dibujaba lágrimas feroces en los vidrios.

Autor: Juan Manuel Anlló. Fragmento de una novela en proceso de escritura.
Talleres particulares de Fabián San Miguel.
Fotografía: Moira Pérez.

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miércoles, 18 de febrero de 2009

"Sueño 813" - Fabián San Miguel / Collage: Fernando Rodriguez Vilela (artista invitado)


Sueño 813 /

estoy guarecido en un maizal que se quiebra. Los relámpagos abren huellas en una habitación vacía, el lugar huele a campo abierto. Nado hasta uno de los rincones del cuarto, trato de comprender lo que sucede: en una ruta cerrada. Es de noche. No siento más que mis pies adormecidos. Las gotas de lluvia ocupan la totalidad de una mirada. El cuerpo, entrelazado en sueños, aún está seco y a cobijo. La ventana recobra mis sentidos para volverlos opacos, intransferibles. El negativo de una fotografía deja entrever a un caballo desbocado refugiarse más allá de la tormenta. Abro el vidrio y, apenas toco el aire, mis manos se estremecen. En el cielo, las cruces blancas se reflejan desde un costado del asfalto. Cuando regreso a la cama la luz me ahoga, el resto es lo que permanece en la retina.

Autor: Fabián San Miguel. Texto perteneciente al libro Sueño 800 (2003), Subsidio a la Creación Artística – Fundación Antorchas (2002).
Collage: Fernando Rodriguez Vilela - www.lordgaita.com.ar

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domingo, 15 de febrero de 2009

"Lo que queda" - Ezequiel Fejler

Lo que queda

En la pieza de Mirna hay un placard con tres pantalones, dos polleras, no más de cinco bombachas, algunas medias, un camisón, dos pulóveres y una campera arrugada. En el piso hay un colchón sin sábanas, con la ropa del día tirada a un costado. Zapatos con barro, dos bollos que son un par de medias y un jean gastado, que parece haber sido sacado a las apuradas: todavía guarda la forma de las piernas. La almohada es blanca, o más bien amarilla, pero alguna vez habrá sido blanca. Se encuentra hundida en el centro, igual que el colchón; aunque el colchón es tan fino que apenas se deja hundir un poco.
Las paredes son grises, de cemento. Y tienen fotos, que le dan color a la habitación. En una, Mirna posa con otra chica un poco más joven. Las dos sonríen y se abrazan, con un fondo de mar celeste verdoso que podría ser Brasil, pero también Cuba o México. En otra, casi despegada de la pared, ella acaricia un perro negro, sin raza. El perro la mira como miran los perros, con devoción; y ella sonríe, aparentemente contenta.
Los hombres que desfilan por la pared de Mirna tienen bigotes y unos cuantos años más que ella. Son hombres curtidos, de manos gruesas y piel oscura. A uno se lo ve trabajando en la costa, juntando ramas y hojas, sin poner esfuerzo ni entusiasmo. Otro, la levanta con las dos manos como si ella fuera una nena, aunque en la foto Mirna ya no es ninguna nena.
Desde la habitación solo se oye el murmullo del agua; un ir y venir continuo, como una caricia. Las fotos siguen en su lugar. En la que está más cerca del colchón, se ve a Mirna sola. Tiene la cara lavada, vacía: es la cara de quien acaba de tomar una decisión. Una foto de la nada, de ese momento inicial, el comienzo. ¿Habrá sido ese?
Hay otras fotos que no se entienden. Por ejemplo, la de un viejo canoso, de barba redonda, que carga maderas en una carretilla. “Por la blanda arena que lame el mar, su pequeña huella no vuelve más”, dice un papel garabateado encima de la imagen. Al lado, un nene agachado sobre la orilla, juega con el barro. Pegada, hay otra del agua: marrón, apenas rojiza, con estelas blancas de algún remolino, y brillante.
La más extraña de todas es una de Mirna con una mujer mayor. No hay gran parecido entre ellas, pero por la mirada podría pensarse que son madre e hija. La madre tiene los labios arqueados hacia abajo, el pelo largo y grisáceo y el rostro surcado por pequeñas arrugas. Le pasa el brazo por los hombros con timidez, como pidiéndole permiso. Mirna acepta el abrazo, pero no parece disfrutarlo. No debe recibir demasiado seguido abrazos de su madre. El padre no está en las fotos, aunque podría ser alguno de los hombres de bigotes. Si fuera el mayor, habría que decir que Mirna heredó poco de él. Ella es petiza y rellena, mientras que él alto y flaco, atlético.
Pero no es seguro que ése sea el padre. Para saberlo, habrá que buscar en sus cartas, que están a un lado de la biblioteca, enrolladas y atadas con un piolín rojo. Son muchas; por lo que se ve, más de diez. El piolín no está bien anudado, así que resulta sencillo desatarlo. No es correcto leer cartas ajenas, pero…
La primera es de la madre: “Querida Mini, hace varias semanas que no recibo noticias tuyas. Acá las cosas siguen como siempre. Uno va tirando, como puede...”. La carta de la madre es larga. Hay muchas palabras y la mayoría van en el mismo sentido.
La segunda carta es de un tal Daniel: “Mirna, perdoná que no pasé, pero no pude irme de casa tan fácil. Sabés que Graciela no entiende esto de que seamos amigos y nada más. Y menos después de lo de la otra vez. Pero te aseguro que...”. Daniel promete visitas más seguido, pero pone tantas excusas que probablemente no las haya cumplido.
La carta más larga empieza diciendo “Te extraño demasiado. Pero sé que así estamos bien”. Luego continúa: “Me resulta difícil, pero me estoy acostumbrando. No es fácil estar sola. A vos te encantaría este lugar. Es como ese pueblito de México, no me acuerdo el nombre... pero sé que no te vas a ir de ahí. Y te entiendo”. Firma Franca, manda muchos besos y cierra con un Te quiero.
Hay otras cartas de Franca. Casi la mitad son de ella. Están ordenadas por fecha y a medida que pasa el tiempo se van haciendo más cortas. Atar las cartas de la manera en que estaban antes no resulta fácil, pero habría que prestar demasiada atención para darse cuenta de que alguien las leyó. Al lado de la biblioteca, todas juntas, parecen una sola. Un solo mensaje protagonizado por diferentes personas.
Afuera, el río sigue con su murmullo, pero en la casa de Mirna no se escucha ningún ruido, así que hay tiempo para ver la biblioteca. Es pequeña, un mueble de madera clara de no más de un metro de alto por otro tanto de ancho. Los libros son coloridos, como las fotos. Parece que los hubiese elegido más por su belleza que por el contenido. Aunque, prestando un poco de atención, no es tan así. Hay Flores del mal, de Baudelaire, en no muy buen estado. Lo habrá leído en un viaje o muchas veces. O quizás lo compró usado o lo prestó demasiado. Al lado, El extranjero, de Camus, El país de las últimas cosas, de Auster, y Oscuramente fuerte es la vida, de Dal Masseto. Hay estantes diferentes: por ejemplo, en uno se amontonan los pecados mortales de Lawrence Sanders y las aventuras de Sydney Sheldon; y en otro, el último, menos visible, una historia del Tigre, mapas de la Argentina y dos cuadernos.
El más viejo tiene una tapa que dice “Así es”. Las hojas están húmedas, amarillentas, igual que la almohada: puede ser el aire ribereño. Adentro no hay nada escrito. El cuaderno amarillo está en blanco, podría decirse. Hay otro, al costado, con una tapa que dice “Esto”. Tampoco tiene nada escrito, pero en la última hoja guarda una carta. ¿Por qué no formará parte del piolín rojo? ¿La habrá escrito Mirna?
La casa, efectivamente, no produce ruidos; como si cada cosa estuviera en su lugar, condenada a la quietud y el silencio. La cocina es chiquita, también de cemento. Tiene una pileta blanca con dos o tres platos sucios. Al lado de la pileta hay algunos utensilios lavados, todavía sin guardar. La heladera es blanca y antigua. Guarda dos tomates arrugados y una lechuga más negra que verde. Hay agua en una botella de Coca Cola, y dos fetas de jamón junto a varios huevos.
El olor a humedad es muy fuerte, pero no viene de la cocina sino del baño. Una lámpara cuelga del techo y tarda en prenderse; titila varias veces antes de iluminar los azulejos negros. La ducha no tiene bañera, pero sí una ventana con mosquitero que da al jardín del vecino. El olor se hace cada vez más difícil de soportar, aunque da tiempo para descubrir el espejo que cuelga de un clavo tambaleante, encima de la pileta que alguna vez fue blanca. Una pequeña repisa de vidrio sostiene el cepillo de dientes de Mirna, solo el de ella, que comparte espacio con un perfume y dos frascos de remedios con nombres extraños.
El living es oscuro, sin ninguna ventana, y no tiene fotos colgadas en las paredes de material; solo un almanaque del almacén “Don Saturnino”, con dos nenes rubios que se ríen vaya uno a saber de qué. Hay un equipo de música cubierto de polvo, y varios casetes en el piso. Son todos de rock; no hay tango ni jazz; tampoco música clásica o cumbia: Janis Joplin, Led Zeppelin, Sumo, Deep Purple y The Clash.
En el equipo está puesto el casete de Zeppelin. Si le damos play, bien bajito, ella no se va a despertar. Aunque no es fácil escuchar a Zeppelin bajito. Siempre suena fuerte, cortante, como si reclamara atención.
La cinta comienza a dar vueltas y la casa se llena de acordes. Pero Mirna no se despierta. Sigue hecha un ovillo, como un bebé en la panza. Las manos tocando los labios, las rodillas dobladas, el mentón sobre el pecho, los rulos disueltos en las manos; su tez blanca intacta, tan blanca que parece transparente. Y la sonrisa apagada debajo de la boca.

Autor: Ezequiel Fejler. Talleres particulares de Fabián San Miguel.

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miércoles, 11 de febrero de 2009

"Special K" - Lord Cheselin (artista invitado)

SPECIAL K

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . A Nek Chand Saini

La madurez es un niño luego de un Special K.

Mientras miramos a Sury comer torta
jugamos póquer,
bebemos coñac español
y algo se derrumba.

Buenos perfumes.
Linda ropa.
Conocemos los trucos,
pero los trucos ya cansan.

Y mis amigos están todos muertos.

Queremos cada día más
estar en una historieta de Hugo Pratt
y deseamos más de la cuenta
a chicas como la Valentina de Guido Crepax.

Nos burlamos de todo y todo
se burla de nosotros.

Inventamos un imperio que nunca existió
mientras miramos a Sury comer torta.
Y mis amigos están todos muertos.

De Dolce vita. ®2007
Autor del poema y la fotografía: Lord Cheselin.

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domingo, 8 de febrero de 2009

"El neurólogo que me cortó las piernas" - Guillermo Rodriguez Pericoli (Primera mención del concurso de narrativa breve 2006, C. C. Julio Cortázar


El neurólogo me cortó las piernas

Es domingo, día del niño. Son casi las once de la noche, debería descansar. Al menos eso dijo el médico, luego de sentenciar que permaneceré en observación hasta mañana. Pero estoy aburrido, ya se han ido todos. ¿Qué tendrá mi compañero de cuarto? No sé, no me interesa. Todo lo que importa es que no tengo más monedas para ponerle a la tele. Sólo está el “Los Andes”, un diario local de hoy, y yo.
–Maradona pegó duro –dice el título de la parte de deportes, la única que no he leído y releído dos o más veces ya.
–Diego Maradona, máximo ídolo de los argentinos, –continúa en el copete– se lanzó ayer a una guerra verbal contra el presidente de la AFA, Julio Grondona, a quien acusó de “parecer un mafioso”, tras reabrirse viejas heridas por el dopaje positivo del capitán de la selección en el Mundial de Estados Unidos.
Una sensación extraña y ajena me invade de golpe. Aparecen fragmentados recuerdos. ¿El gol a los ingleses? No. ¿El mundial setenta y ocho cuando yo estaba en segundo año y me perseguían los milicos? No. ¿Las preocupaciones de mi vieja en aquel entonces sobre mi salud mental? Tampoco. ¿La ignorancia de mis padres sobre el verdadero peligro? Puede ser. ¿El “me cortaron las piernas” y lo que esas palabras significarían con el correr del tiempo para mí?...
Sí. Eso sí que ha sido fuerte. La identificación que produjo. Más allá de ese sentimiento de idolatría que me ha generado -al igual que a todos los argentinos, creo- la figura cuasi-mítica que la esbozara. Siento que esa frase se hizo carne en mí.
Con ella descubrí lo que sentí aquel día cuando el neurólogo me prohibió practicar deportes. Pero recién pude expresarlo por primera vez, o mejor dicho: lo expresó “El Diego” por mí, dieciocho años más tarde. Entonces, ¿gracias a él se extinguió mi trauma? Porque ahora que lo pienso, desde el día que la oí, volvió a interesarme el fútbol. Claro, así debió haber sucedido.

¿Qué fue lo que me dijo hoy el doctor sobre la disritmia que me puso tan mal?... Mi mente se precipita aún más. Los pensamientos fluyen tan de prisa que parecen superponerse. Es una imagen tras otra y todas son reveladoras de algo muy oculto. Como una erupción de candentes y densos sentimientos que vienen desde el centro de mi alma abriéndose paso. Y nada puede impedir su natural fluir. ¿Será acaso esa pastilla que me dieron para dormir que está empezando a embriagarme?
Es curioso. Estoy comenzando a olvidar el presente al tiempo que voy reviviendo el pasado. Como si mi vida fuese un escenario completamente a oscuras iluminado apenas por un reflector que no puedo controlar. El cual va blanqueando ciertas zonas del pasado mientras oculta el resto. Y ahora estoy viendo claramente cómo han sido las cosas.
Todo empezó hace más de treinta años, el veinticuatro de marzo del setenta y seis. Lo recuerdo porque justo fue el día de mi cumpleaños número doce. Yo acababa de ingresar a las inferiores de uno de los clubes más importantes cuando sucedió. Jugando un partido me desmayé. fue apenas un instante pero bastó para que el médico viniera a revisarme. Preguntó si estaba haciendo algún tipo de dieta. Le dije que ninguna. Que no había comido mucho la última semana porque quería adelgazar para estar más liviano en los entrenamientos. Me dijo que tenía hipoglucemia, que no era nada grave, que vaya a tomar un café con leche con medialunas, comiera normal y por las dudas consultara a mi médico para hacerme un análisis de sangre en unos días.
¿Qué fue lo que me dijo hoy el doctor que me hizo sentir mal?... Sea lo que sea, necesito encontrar una birome y un papel para escribirlo todo. Nada, no tengo nada, Daniela se llevó la mochila con mi agenda. ¿Dónde estará la enfermera? ¿Cuál es el botón para llamarla? ¿Este? No. ¿Este otro? Cualquiera. ¡Los dos! Aprieto los dos.

Cuando le conté a mi madre lo sucedido, se alarmó mucho y me llevó al maldito médico pediatra de toda la vida. Éste ordenó análisis de sangre. Al verlos coincidió con el diagnóstico del médico del club excepto que la hipoglucemia ya se había ido. Es decir que los resultados salieron normales. Pero ante la insistencia de mi madre, sugirió que fuera a ver a un neurólogo de manera preventiva para descartar otras causas posibles de aquel desmayo.
Y fue precisamente éste quien se transformó en mi pesadilla durante los siguientes quince años. Después de ver mi encefalograma afirmó que tenía una enfermedad llamada disritmia cerebral, que no tenía ninguna clase de síntomas visibles excepto algún esporádico desmayo pero que “podía transformarse en algo muy grave si no se la trataba”. Afortunadamente, según él, existía un tratamiento eficaz pero lento que consistía, al menos en mi caso, en tomar una simpática pastillita llamada “Lotoquis” todas las noches, no tomar alcohol, no practicar deportes, todo por un año y volver a verlo al cabo de este.

¿Qué fue lo que me dijo hoy el doctor?... Bueno, ya la llamé, necesito tranquilizarme, ya va a llegar. Pero mientras tanto los pensamientos siguen pasando y si los dejo ir se escapan, se me van a ir. ¡El diario! ¡Sí! Puedo escribir en los márgenes de cada hoja, es muy poquito espacio en blanco pero son muchas hojas. Sí. ¿Pero con qué?

Con mucho temor hice caso al pié de la letra sus prescripciones y lo fui a ver al siguiente año. Me mandó a hacerme un nuevo electro para verificar la efectividad del tratamiento, según él. Luego, mirando esas incomprensibles rayitas ondulantes en hojas continuas, dijo:
–Che, está muy bien esto, ¡eh! Se ve que te está ayudando la medicación.
–¿Entonces puedo volver a jugar al fútbol?
–Todavía no, vamos a darle un tiempito más por las dudas.
Errónea e ilusoriamente yo imaginé que ese “tiempito más” iba a ser de un par de meses.
¿Qué fue lo que me dijo el doctor?... ¡Ah… ya sé! Grasa, grasa, recuerdo que en algún momento al llegar a esta habitación me ensucié la mano con grasa. ¿Qué era lo que había tocado? Tengo que recordar eso y luego, usar una de las puntas de mi crucifijo como pluma… ¿dónde lo pusieron? Tiene que estar por acá.

Al año siguiente volvió a repetirse el mismo episodio y así sucesivamente. Cada visita las mismas palabras, los mismos gestos, las mismas amenazas intimidatorias para que no abandone el tratamiento. Tenía voz grave, ojos saltones marrones, hablaba lento, su cabello sólo crecido en la nuca y los laterales era negro brilloso, siempre la piel bronceada. El delantal blanco llevaba su nombre bordado en cursiva azul. No recuerdo cómo me enteré que era militar o si simplemente lo deduje por su rigidez, su opacidad. Su proceso de reorganización mental.
Cada noche una “Simples Loquitos” -el nombre que, en juego, yo le había puesto a mi medicación- y trescientos sesenta y cinco al año. Y cada año viendo a mis compañeros del club ascender de una división a otra. Hasta llegar a primera. Necesité tragarme más de seis mil loquitos para decidirme a dejarlo, sólo entonces él me dijo que estaba curado. Yo enmarqué el sobre con el último electro y pasé al plano de anécdota a aquella situación. Tenía entonces veintisiete años, una carrera de futbolista truncada casi de raíz y la dicha de ver jugar en la selección nacional a uno de los pibes del barrio, compañero mío del Club Parque, todo un semillero si es que alguna vez hubo alguno.
Jamás volví a jugar al fútbol hasta ayer que, festejando el día del niño con mis hijos, volví a desmayarme.

Al ingresar al hospital me preguntaron mis antecedentes clínicos. Entre tantas cosas que tuve le comenté brevemente la historia de mi disritmia a los médicos. Recuerdo la expresión de sus caras mientras me oían. Parecían muy poco interesados. Luego me extrajeron sangre e hicieron varios análisis más pero no me hicieron un encefalograma. Lo único que no recuerdo es qué me contestó el doctor sobre la disritmia que yo tuve de adolescente. Pero ha sido algo que me cayó como una bomba. Es extraño porque no estoy mal, no tengo ninguna enfermedad, eso me dijo pero hay algo que no puedo recordar y que me provocó mucho malestar.
–Buen Día, doctor.
–Buenos días, Rodríguez, ¿cómo pasó la noche?
–Bien, creo: leyendo, recordando, escribiendo y olvidando.
–Bueno, prepárese que ya se va, ¡eh! Está más fuerte que un roble, no tiene nada.
–Gracias Doctor, pero... ¿que fue lo que dijo ayer sobre mi disritmia? ¿Se acuerda que le dije que tenían que hacerme un encefalograma porque yo padecí de disritmia cerebral durante quince años?
–Si, le repito que eso no es nada porque usted es zurdo, Rodríguez. En la época que le diagnosticaron disritmia los neurólogos no se fijaban si uno era derecho o zurdo. Por eso confundían los impulsos eléctricos que emite el cerebro de los zurdos con alteraciones en el ritmo, ya que tomaban como parámetro de normalidad la media que es, obviamente, de pacientes diestros. ¿Este diario con manchitas de grasa es suyo?

Autor: Guillermo Rodríguez Pericoli. Centro Cultural Aníbal Troilo.
Primera mención del Certamen de narrativa breve 2006, organizado por el C. C. Julio Cortázar.

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jueves, 5 de febrero de 2009

"Postal de Cuyo" - Ruben Operti


Postal de Cuyo

Un puñado de casas pobres
naranjas y oscuras,
pequeñas y bajas.
Sol furioso que golpea incansable,
que al aire parte
y al suelo rasga.

Afuera hay un hombre,
se desangra y desmaya.
A quién le importa que caiga
si de su carne putrefacta
crecerá de nuevo la grama.

Y si acaso grite
su oscuro grito se apaga…
Sólo el silencio se ensancha,
atraviesa la tarde
y luego se marchita.

Autor: Ruben Operti. Centro Cultural Elías Castelnuovo.
Fotografía: Mechi Beltrame.

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lunes, 2 de febrero de 2009

"La calle Arévalo" - Mirta Cataldi


La calle Arévalo

La casa de la calle Arévalo al 2000 tiene un pasillo con perfume a glicinas y humedad. Es un largo recorrido atravesarlo. A cada lado, ventanas con vidrios curiosos, fueron testigos de escenas de odio, miedo y amor.
Los seis departamentos con las puertas alineadas a la izquierda albergan, desde hace años, un juego variado de personajes. Nicola en el departamento uno, Juan y Pablo en el segundo, Elisa y sus gatos en el tercero, Soledad y su novio en el cuarto, en el quinto el escritor y el matrimonio con el bebé en el sexto.
Nicola es el más antiguo en el edificio .Ya no trabaja, deambula todo el día por ese corredor descascarado, conoce de memoria cada una de las baldosas y las plantas de malvones de rojo rabioso que son su mundo.
No hace más de un año, pegados a su medianera, se mudaron dos jóvenes que no aparentan más de treinta años. No molestan, casi nadie los conoce.
Alguna que otra vez Nicola, subiéndose a un banquito, los espía por la pared que separa el patio. Están vestidos de negro y sentados en un cajón de sifones hablan temas que Nicola no entiende bien. Las ventanas del departamento de los jóvenes están siempre abiertas dejando escapar un intenso olor a cigarrillo que se acumula por semanas en el aire.
Tienen horarios distintos al resto de los ocupantes. Cuando ellos llegan, la mayoría sale para su trabajo. El viejo Nicola no ve bien esto, piensa que la noche se hizo para dormir, es mejor llegar temprano, vivir como Dios manda, como lo hace la mayoría.
Era la hora de la siesta, de un sábado de enero. El calor brotaba por las grietas de las baldosas rotas. Nicola, Juan y Pablo, los jóvenes del departamento dos, se encontraron sin tenerlo previsto frente a la puerta del pasillo que daba a la calle.
La puerta tiene un aspecto señorial, una apariencia de sólida fortaleza, flanquea la entrada principal y da un aspecto importante al edificio. Está pintada de verde oscuro, pero en algunos recovecos asoma un óxido que la está carcomiendo.
Nicola con una bolsa de basura en una mano y la otra en la manija sintió las voces de los muchachos sobre su espalda. Un sudor frío corrió por su frente, el miedo lo paralizó, la bolsa se desplomó contra el piso y emanó un olor nauseabundo.
Nicola les tenía miedo. En su imaginario había vivido escenas de muerte y ataques por parte de sus vecinos.
Uno de ellos le preguntó qué le pasaba, si se sentía bien.
El viejo volvió la cabeza, notó una mano sobre su hombro y la respiración en sus oídos. Giró lentamente y los enfrentó, atinó a decirles que no lo mataran, que su esposa estaba adentro y no quería que sufriera; que si él moría, ella no sabría nada de los papeles del sepelio, si tenía que pagar o no.
Parecía cómico su ruego, por las sonrisas reflejadas en los rostros de sus vecinos.
Les pedía tranquilidad a los muchachos y les ofrecía lo que quisiesen a cambio de su vida. Nicola estaba envuelto por un miedo de gesto infame.
Juan el más alto, se sonrió y trató de contenerlo, explicándole que él podía ser el abuelo de ellos y no se les ocurriría hacerle algo.
Su miedo, le dijo, está alimentado por algunos fantasmas que se escapan de los noticieros sangrientos o de las películas de terror.
Le aclararon que no eran asesinos seriales, ni sicópatas y que lamentaban que tuviese el prejuicio de creer que por usar pelo largo y ropa negra eran “raros”.
Los tres se miraron. Juan y Pablo tranquilizaron al abuelo, le contaron que eran gente de trabajo, laburantes, enfermeros de un hospital público, colmados de guardias para poder subsistir y además tenían una banda de rock. El viejo Nicola, movía la cabeza como asintiendo la confesión.
Lo acompañaron hasta la puerta de su departamento. Allí estaba asomada Antonia, con cara de preocupada, y sin entender nada. Él, orgulloso, se la presentó a los jóvenes.
La tarde transcurrió tranquila, ligera de emociones. Nicola le contó a su esposa con lujo de detalles la escena del pasillo, lo amables que habían resultado ser los vecinos y hasta habían despertado en él ganas de invitarlos a comer fideos, con ese tuco que ella sabía hacer tan bien. Rieron y conversaron sobre el tema largo rato, hasta que la noche extendió sus manos y lo cubrió todo.
Hacia las tres de la mañana, cuando los habitantes del edificio de Arévalo al 2000 fueron arrancados de su sueño, el silencio pesado se quebró por los espantosos alaridos que venían del departamento uno.
Había poca gente ese sábado en el edificio. La pareja del seis y Elisa la de los gatos corrieron hasta la puerta de entrada y presenciaron una escena terrible.
La pobre Antonia gemía sobre el cuerpo ensangrentado de su esposo.
A simple vista la casa estaba en un desorden total. Los vecinos pidieron ayuda, que no tardó en llegar, pero ya era tarde, Nicola estaba sin vida. Un oficial de policía cubrió con una manta el cuadro desolador y dispuso esperar al juez.
Entre los llantos de la esposa, se pudo saber que dos delincuentes, habían irrumpido en la habitación, llevándose joyas y dinero. Pero no los conformó, repetía la anciana y dispararon contra su cuerpo indefenso.
Los patrulleros y la ambulancia pasaban el mensaje de lo ocurrido en la calle Arévalo al 2000.

Autora: Mirta Cataldi. Centro Cultural Belgrano R.

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